Dice la alcaldesa de Canet de Mar, Blanca Arbell, de ERC, que en el municipio cuya corporación encabeza no hay ningún problema. Que todo el revuelo montado en torno a la resolución judicial que obliga a la escuela Turó del Drac a impartir un 25% de los contenidos en castellano, con incitaciones a apedrear la casa de la familia que la instó, ha sido promovido en las redes sociales por personas que ni siquiera son del pueblo. A uno le gustaría creer en sus palabras: nada sería más deseable que convencerse de que no hay en España nadie que se vea señalado por sus vecinos por ejercer, con arreglo a la ley, el derecho a que sus hijos aprendan la lengua común de todos los españoles.

Tiene además la alcaldesa de Canet, hay que anotarlo, la deferencia de dar todas estas explicaciones en castellano, una lengua que el conseller de Educación de la Generalitat se niega a usar ante los periodistas para responder a las preguntas que sobre este asunto le plantean medios de todo el país. Con aire prepotente les espeta que lo subtitulen, que se ha puesto un buen día para no usar el idioma de quienes le preguntan y que está bien que quien desconozca la lengua en la que él se expresa se vea obligado a entenderlo a través de una traducción.

El problema, volviendo a las redes sociales y la alcaldesa de Canet, es que varios días después de que se desatara la feroz campaña, en las redes sociales del ayuntamiento y de la propia alcaldesa, que ambos las tienen y utilizan, no consta ni un solo mensaje para defender a sus vecinos, incluido un niño de cinco años, del ataque y el acoso de que han sido objeto. Lo único que el ayuntamiento de Canet tiene a bien manifestar es su apoyo a las familias que exigen que sólo se imparta clase en catalán.

Tal vez no sean conscientes, la alcaldesa ni el conseller, de lo que con este episodio ha aflorado, y la pasividad de una y el desplante del otro terminan de corroborar. El movimiento al que ambos pertenecen, y que lleva varios años empujando a todos los catalanes a un callejón sin salida, con el objetivo maximalista e innegociable de desvincularlos del proyecto de vida y país que comparten con el resto de los españoles, cruza una línea roja. El desprecio a alguien por lo que es o lo que habla, exteriorizado con violencia manifiesta y ante el desamparo de la autoridad, que respalda en cambio a aquellos que alientan y consuman el atropello, deslegitima cualquier causa que así se afirme y la hace odiosa a los ojos de la comunidad de pueblos civilizados.

Su proceder, el de ese ayuntamiento y ese gobierno y los que los jalean y aplauden, tiene como primeros damnificados a unos ciudadanos que simplemente trataron de ejercer de forma pacífica y regular sus derechos, y que ahora se ven sometidos a una intimidación que las instituciones del Estado no tienen más remedio que atajar. O eso, o acabaremos viéndonos señalados como una democracia fallida, incapaz de garantizar los derechos y libertades fundamentales a sus propios ciudadanos.

Sin embargo, hay otra gran damnificada, dentro y fuera de Cataluña. Una damnificada tan inocente como los anteriores, y que padece por culpa de la mala cabeza y el empeño desnortado de unos gobernantes irresponsables un descrédito injusto: la propia lengua catalana, que pudiendo ser, como cualquier otra lengua, un espacio fecundo de convivencia y comunicación, por obra de sus enfebrecidos administradores se torna herramienta opresiva y de dominio, además de tosca arma arrojadiza. Quien como el conseller Cambray usa un idioma para no ser entendido, quien lo concibe como instrumento para erradicar a quienes no querría tener a su alrededor, se lo apropia para degradarlo.

Qué pena más grande y más absurda. También por Canet, que por tantas otras razones merecería que se la conociera.