Me explicaba hace poco la filósofa Ana Carrasco Conde, autora del imprescindible ensayo Decir el mal, que existe un mal que podríamos definir como cotidiano, casi imperceptible para nosotros mismos cuando somos quienes lo cometen. Uno que causamos sin darnos cuenta siquiera, convencidos de estar actuando en nombre del bien mismo, llevando a cabo un acto de inapelable justicia. Que decía Todorov, me contaba, que el mal siempre lo vemos en los demás pero no en nosotros mismos.  

Quiero pensar (o quizá es que necesito pensarlo) que es eso lo que ocurre con las familias catalanas que están perpetrando el hostigamiento y señalamiento de otra familia. Una como la suya y como la nuestra. Como la de cualquiera. Una cuyo imperdonable delito, el que justifica el acoso, es haber logrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña las medidas cautelares que aseguren la aplicación real del 25% mínimo obligatorio, por sentencia del Tribunal Supremo, de horas lectivas en nuestra lengua común, la de todos los españoles, en las aulas catalanas.

La otra opción es demasiado inquietante: personas adultas, sabedoras del daño que ocasionan a un pequeño de cinco años y a sus padres, actúan voluntaria y conscientemente de manera intolerante, violenta y fanatizada en nombre de un identitarismo que coquetea abierta y manifiestamente con la xenofobia.

Alegan, claro, que la supervivencia del catalán depende de su protección (todos somos capaces de encontrar la justificación perfecta para nuestras tropelías, aunque eso no minimice en absoluto los daños ocasionados, tan solo los viste de domingo). Pero no creo que la protección de una lengua dependa irremediablemente de condenar a otra, oficial y común, a lo residual, desprotegiendo a aquellos que desean, exigen y merecen recibir clases en español, como marca la ley, al menos el mínimo establecido del horario. 

Para lo que no encuentro justificación, y mira que lo intento, es para la actuación al respecto de los poderes públicos. Soy incapaz de encontrar un solo argumento que justifique a un Govern jactándose orgulloso de su negativa a acatar un fallo judicial.

Aún menos a un Gobierno central poniéndose de perfil y esperando que escampe. Más preocupado por el rédito electoral y por no enfadar a ningún rufián (sustantivo, no apellido) del que pueda depender que le salgan las cuentas. Un Ejecutivo que, incapaz de proteger la lengua común de todos los españoles, de evitar la estigmatización y la discriminación de aquellos que lo único que piden es vivir en paz en territorio español, delega de facto esa obligada defensa en un constitucionalismo catalán al que, al mismo tiempo que obliga a hacer lo que él debería, desampara.

Sin rubor ni disimulo: estilo Pedro Sánchez.