Diarios de todo pelaje recogían ayer el resultado de la final de MasterChef Celebrity, el concurso televisivo que emite La 1. En los digitales, la noticia incluso aparecía en sus primeras páginas. El interés del desenlace venía acrecentado, al parecer, por la excepcional circunstancia de haber deparado dos ganadores ex aequo, emocionante conclusión (en un programa ya de por sí cargado de emociones) que sólo pudieron conocer los espectadores (más de seis millones y medio en algún momento) que lo siguieron hasta alrededor de las 2:00 de la madrugada, hora poco apta para la vigilia de quienes deben madrugar para acudir a su lugar de trabajo.

Es lo que hay. Un concurso en torno a las habilidades en la cocina de los famosos mantiene despiertos a millones de ciudadanos que, sin duda, declararían sentirse agobiados o, al menos, muy preocupados por su situación personal en el contexto de los sombríos factores que inciden en la vida política, económica, social y sanitaria del país. La lógica parece indicar que el entretenimiento es acogido como terapia que alivia o distrae de los problemas, sin que por ello cese la indignación o la protesta que la gestión de tales problemas suscita.

Salvo durante algunos minutos casuales, nunca he visto MasterChef en ninguna de sus versiones, pero tengo claro que es un programa muy bien producido, guionizado y realizado, que sabe manejar las simpatías y las antipatías que provocan sus concursantes y sus jueces, la competencia y la rivalidad, el triunfo y la derrota, el humor y el drama, la pericia y la torpeza, la incertidumbre y la intriga, todos ellos al servicio de un espectáculo colorido y dinámico que descansa sobre el inusitado atractivo que de unos años a esta parte despiertan en la sociedad española (y en otras sociedades) la comida y la cocina, fenómeno que alcanza, además de a la frecuentación de restaurantes y fogones propios, a la proliferación de libros de recetas, críticas e informaciones periodísticas especializadas, blogs, podcasts, canales y programas televisivos y tantos otros medios y procedimientos de comunicación.

“Comamos y bebamos que mañana moriremos” parece que dijo Epicuro, patrón laico de los triperos hedonistas también hoy en un mundo que se muere de hambre por sus cuatro costados.

Pero, ojo, sería un error fatal adoptar ante semejante fenómeno la amargada actitud de míster Scrooge, el fastidioso y endurecido personaje del Cuento de Navidad de Charles Dickens, que odia la Navidad, a los niños y la felicidad ajena. Cuidado con eso, vamos sobrados de scrooges.

Cosa distinta sería plantearse si la televisión pública (y no cualquiera de las privadas) es el lugar adecuado para un programa de las características de MasterChef mientras no acaban de aflorar a su parrilla los programas que le serían propios cabalmente. RTVE no está dispuesta a soltar una mina de oro de espectadores, lo cual se debe (dicho sea sucintamente) a la falta de un necesario acuerdo político y social que la libere de la esclavitud de las audiencias y la centre en su diferenciada misión como referente institucional, cultural, informativo y educacional, con estrategias más sofisticadas y de tercera vía para ofrecer también entretenimiento.

En su descargo (parcial) habrá que decir que, si no me equivoco, fue una televisión pública, nada menos que la prestigiada y siempre requerida BBC, la que inició en 1990 la divulgación de MasterChef, programa y formato que se han emitido en más de 200 países y no pocas veces a través de sus cadenas públicas aunque su producción sea privada y que, por cierto, fueron concebidos en su día por el cineasta británico Franc Roddam, quien llamó la atención muy favorablemente a finales de los 70 con su película Quadrophenia, sobre los mods y los rockers de Brighton, a partir de la ópera rock creada por The Who. ¡Qué cosas, vaya salto!

El catedrático José Manuel Pérez Tornero ostenta la presidencia de RTVE desde finales de marzo y, sin duda, debe faltar poco para que veamos en la televisión pública un reflejo sustancial de las líneas maestras y los cambios que anunció al producirse su nombramiento.