Las hermanas Brontë eran tristes y ásperas, irremediablemente inglesas y medio góticas. Tarde o temprano, todos hemos pasado por sus novelas, escritas con lamento y pena, pero también con ese sentimiento de venganza primaria que brota desde algún lugar amargo que coincide más o menos con el bazo.

El amor y la pena constituyen los sentimientos básicos de las novelas de las hermanas Brontë. Cumbres borrascosas, escrita por la pluma de Emily Brontë, es la encarnación de la obsesión y el desgarro. Nació cuando la literatura hizo del romanticismo un valle de lágrimas. Las hermanas habían venido al mundo en el seno de una familia modesta y acartonada que vivía entre páginas sepia mal pegadas. 

Pero lo más interesante de las Brontë, tan dolidas y dolientes ellas, no es que fueran hermanas, sino que hicieron lo imposible por disimularlo para vender más libros. Era una costumbre de la época. Las escritoras se hacían pasar por escritores y firmaban con un seudónimo al uso. En el caso de las Brontë, se pusieron Currer, Ellis y Acton, y se apellidaron Bell. Así no pasaron inadvertidas.

Currer, Ellis y Acton publicaron conjuntamente una serie de poemas, pero el fracaso fue tan estruendoso que sólo vendieron dos ejemplares. La suerte acompañó de pronto a Charlotte en su versión masculina. Firmando Currer Bell publicó Jane Eyre. Una autobiografía, que fue un rotundo éxito de ventas.

Los seudónimos masculinos solían dar en la diana, ya que los libros firmados por mujeres eran menos codiciados que los firmados por hombres. Las hermanas Brontë, sin embargo, no vivieron aferradas de por vida a un seudónimo masculino. Ellas habían nacido para vender. Ni Corín Tellado habría llegado a la suela de su zapato. 

Los hombres reinaron durante mucho tiempo gracias a seudónimos masculinos. No hay que irse muy atrás para encontrar ejemplos: Cecilia Böhl de Faber firmaba como Fernán Caballero. Una finolis frente a un varón honorable de abundante pelo en pecho. 

No era un caso único. Mary Ann Evans decía llamarse George Eliot, y Matilde Cherner, Rafael Luna. En España también destacó el caso de Caterina Albert, que escribía en lengua catalana y utilizaba el seudónimo de Víctor Catalá. Don Víctor perteneció al movimiento modernista, escribió dramas rurales y murió en el Ampurdán, más solo que la una. 

Los siglos XX y XXI han sido los aliados de las mujeres. María de la O Lejárraga es un caso paradigmático. Su marido, Gregorio Martínez Sierra, firmaba los libros que escribía su mujer recluida en la cocina. 

Hoy, arrasan en los premios literarios los libros escritos (o cuando menos, firmados) por mujeres. En muchos casos, las parejas publican por separado y no queda claro cuál de los dos afina más la pluma, pero tampoco se les exige que lo juren sobre la Biblia. Sabido es que el colchón vuelve de la misma condición a los que duermen juntos. Los matrimonios no hacen distinciones literarias. Hasta los adjetivos se pegan. 

Cuento esto a propósito del último Premio Planeta, otorgado a una mujer (Carmen Mola) tras la que se escondían tres hombres. Un caso realmente curioso.