Es una injusticia excluir al jefe del Estado Vaticano de la nómina de líderes populistas mundiales, cuando Bergoglio ha hecho méritos suficientes para figurar junto a Trump, Salvini y Bolsonaro en el olimpo de la estulticia política.

Sabrán que el Papa Francisco ha dirigido una carta a Rogelio Cabrera, arzobispo de Monterrey y presidente del Episcopado Mexicano, pidiendo disculpas por los excesos no evangelizadores de la Conquista. Hablaba de la expiación de pecados personales y sociales (¿?), y de la necesidad de “purificación de la memoria”. Isabel Díaz Ayuso le contestó desde Nuevo Mundo.

La presidenta de la Comunidad de Madrid está de gira en Estados Unidos (nadie sabe bien por qué) y a su paso por Washington encontró un momento para responder al Papa: ¡cómo un católico hispanohablante puede hablar así! Nuestro (ojo a la primera persona del plural) legado en América son el español y el catolicismo “y por tanto la civilización y la libertad”. El argumento civilizatorio, aunque lo compartiría el mismísimo Marx, no debería ser motivo de orgullo; pero no por los motivos que aducen los despistados que recuerdan que, además de la civilización, llevamos (ojo a la primera persona del plural) la viruela y la Inquisición.

Ayuso y Francisco, Francisco y Ayuso, cometen el mismo error: ni nosotros debemos pedir disculpas, ni nosotros debemos pasear ufanos, porque nosotros no existe. Como acostumbra uno a decir en clase, quien quiera conocer la Historia debe huir de los pronombres. Han pasado 502 años desde que Hernán Cortés tomó Tenochtitlan y 200 desde que México se convirtió en una nación soberana. ¿Puede alguien, en su sano juicio, creer que persiste una deuda moral con el pasado? Sí, podemos seguir el hilo de un flujo temporal, incluso de una tradición que llega hasta nuestros días, pero la continuidad histórica no implica responsabilidad moral.

La Conquista se ha colocado en el centro de las escaramuzas culturales del siglo XXI precisamente por su naturaleza global; resuena en Europa y en América con la misma intensidad. Caen estatuas, arden misiones y las calles cambian de nombre. En los últimos dos siglos ha habido tiempo para corregir la mirada deshumanizadora con la que Europa deformó a sus conquistados. Pero en las últimas décadas esa mirada ha girado hacia Occidente, alumbrando un espejismo igualmente incompleto y no menos dañino para la convivencia.