Un fantasma del pasado ha irrumpido en el presente para recordar cuestiones incómodas y remover las bases del precario arreglo con el que se ha intentado enfriarlas. El prófugo Carles Puigdemont, que lo sigue siendo porque no ha atendido nunca el requerimiento que le dirigió el Estado de derecho hoy vigente en España, uno de los pocos dignos de ese nombre que existen en el mundo, se ha confiado y se ha tropezado con el cedazo que nuestra administración de Justicia le extendió, en cooperación con el resto de los sistemas judiciales de la Unión Europea.

Como se trata de un mecanismo propio de sociedades que se atienen al imperio de la ley, las consecuencias de caer en esa red no serán tan pavorosas como las que se derivarían de quedar atrapado en las garras de uno de esos poderes verdaderamente totalitarios con los que la grey del fugitivo juega una y otra vez a confundir a las autoridades españolas. Los italianos examinarán el asunto a la luz de sus propias leyes y de la iluminación que pueda aportarles la doctrina de los tribunales europeos, los más garantistas del planeta, y sólo en función de eso decidirán.

Es posible que hagan la misma interpretación benigna que los jueces belgas y los de Schleswig-Holstein respecto de unos estropicios, los causados por el prófugo, que les quedan lejos. En ese caso lo pondrán en libertad, le permitirán regresar antes o después a su palacete presidencial de Waterloo y todo quedará en un engorro aeroportuario. El interesado podrá continuar así con su ilusoria magistratura de una república imaginaria, que además es inmune a los molestos vaivenes de las urnas y que tiene la financiación asegurada gracias a los impuestos de todos los catalanes y españoles. Un chollo, salvo por el clima belga.

Es posible también, aunque parece menos probable, que los jueces italianos correspondan a la generosidad y colaboración de los españoles en los muchos casos en que estos atienden a sus requerimientos respecto de delincuentes italianos escondidos en España, y acuerden entregar a quien según un procedimiento judicial en curso es un presunto delincuente en nuestro país. 

Tampoco será ninguna tragedia. Carles Puigdemont, pese a haberse burlado reiteradas veces de la Justicia española, puede estar seguro de tener un juicio transparente y con garantías, como el que tuvieron sus compañeros de sedición, acogerse a un sistema penitenciario compasivo y respetuoso y, casi con toda seguridad, beneficiarse del indulto que antes o después le será concedido por un Gobierno, el de España, que busca la concordia con un afán y un ahínco que no se estilan en otras latitudes.

Lo que plantea la detención de Puigdemont en el aeropuerto de Alghero, en Cerdeña, no es por tanto un problema humanitario, por más que sus seguidores se apresten a presentarlo como un mártir. Es más bien un problema cronológico, forzado por el anacronismo que representa en sí mismo este hombre que vive  en una pantalla muy anterior de ese tedioso videojuego en línea que es el procés, y que se empeña a toda costa en retrotraer a todos los demás jugadores a la batalla encarnizada que él libra, contra sus propios errores, contra la realidad y contra sí mismo. Una lata y una contrariedad, para quienes se enfrentan a los muchos y arduos desafíos del momento actual de la partida.

En este punto, son legión los que estarán rezando para que los jueces italianos aparten de sus labios ese cáliz: el de ver al prófugo aterrizando esposado entre dos policías o dos guardias civiles, el de la extensa vista oral televisada, el de las entradas y salidas de prisión, el de tener que redactar el informe que sirva de justificación al indulto, etcétera, etcétera. Nada agota más al ser humano que la repetición de lo ingrato, cuando es además inútil. Salvo para poder afirmar que la ley es igual para todos.