De niña cociné una obsesión que traía un poco desconcertada a mi madre: empecé a coleccionar estatuillas de brujas y a leer compulsivamente sus historias en libros de seres mitológicos. Ya me había merendado una Biblia que había por casa, y aunque prefería el Antiguo Testamento al Nuevo -por rabioso y pasional, por iracundo y testosterónico, porque me interesaba más el terrorífico Yahvé que el pusilánime Jesucristo-, me puse a investigar nuevas maldiciones: qué menos para la tensión narrativa que una chica pizpireta necesita que Jehová tuviera alguna antagonista. 

Las brujas me seducían desde el harapo comodísimo a la verruga incorregible -sorda a las cirugías-, desde la biblioteca prolífica a la pócima transformadora, desde la marginalidad lúdica al sarcasmo desafiante: y encima habían tenido la gracia gamberra de negarse a usar la escoba para mantener impoluta la casa de ningún príncipe y la habían reconvertido en un vehículo propio, en un símbolo de emancipación y libertad, justo cuando durante tantos siglos las mujeres no habían podido conducir ni un carro porque no tenían permitido, siquiera, elegir a dónde ir.

A mí todo aquello me pareció conmovedor, y hermoso, y atroz, porque la bruja era una antisistema y yo lo intuía, y me sorprendía a mí misma avalándola en los cuentos, poniéndome en su equipo mientras la grada soñaba otra cosa, como cuando en el fragor de la arena le mando mi buena estrella al toro antes que al torero, incluso distinguiendo, inaplazable, la tragedia del antihéroe, incluso asumiendo que siempre ganan los buenos en todos los libros malos. La mala prensa de las brujas -aquella publicidad infecta, aquellos retratos maníacos que les dibujaban nuestros grandes misóginos históricos-, no hacía más que abultar mi fascinación y agrandar su leyenda: las brujas eran excesivas porque el mundo las había hecho así, que cantaría Janette, las brujas hablaban la lengua del espanto porque esa era la lengua que comprendían los hombres.

La bruja daba pavor y a mí me parecía bien, porque siempre es mejor dar miedo que lástima; y me gustaba la bruja porque a ella nadie la salvaba, porque era brillante y perversa y escurridiza, porque no frecuentaba armas de fuego pero venía perfeccionando el gancho, porque tenía de su parte a los árboles milenarios y a los animales nocturnos, porque desdecía al poder y a la belleza y hasta al imperativo mediocre de la felicidad.

La bruja había entendido lo complejo del percal, había masticado las trampas de la alienación y de las jerarquías y del romanticismo, y la bruja se había vuelto una anacoreta porque el orden del mundo le causaba tremendo dolor, y la bruja había decidido enfrentarse, al final, a la chulería de los varones crueles que lanzaban consignas demenciales aquí en la tierra, despiadados con el resto pero obedientes y temerosos de la furia de dios.

Las princesas jamás tenían amigas: las brujas sí, y también aquello me divertía. El comadreo entre hembras se lo leí a las brujas y no a las niñas guapas de las enaguas, y esos aquelarres de las magas chungas se parecieron luego mucho a los viernes conspirando con mis mujeres, encontrando formas nuevas de sobreponernos al ojo cíclope de una sociedad que nos expulsaba o nos marcaba como a ganado, siempre con pocas opciones para elegir -o la puta o la calientapollas, o la virgen o la zorra, o la esposa o la amante, o la mojigata o la femme fatale-, y estábamos arrinconadas en el huso de la rueca y en la manzana envenenada y en los tacones extraviados en los bailes monárquicos y necesitábamos con urgencia, con violenta urgencia, cambiar de una pagana vez el relato.

Yo le doy las gracias a Knister por escribir Kika Superbruja, y a Roald Dahl por regalarme Las brujas, y a J. K. Rowling por Harry Potter, y a Robert Stevenson por aquella peli maravillosa de La bruja novata, y a las Embrujadas y a Sabrina por las series dulces y a Alice Kyteler y a Juana de Navarra y a Margaret Jones y a la Madre Shipton y a Helena Blavatsky por ser brujas de verdad, por ser profetas y ocultistas y médicos y herejes y ecuménicas incomprendidas, y a las de Salem por poner en evidencia la criminalización y el estrangulamiento social a las mujeres disidentes.

Gracias a Alberto Durero por ser el primero en pintarnos y a Goya por tomarnos tan en serio en sus colosales Caprichos, y gracias, cómo no, a la jefa de Circe, que fue la tía de Medea, por enseñarnos a convertir a nuestros enemigos en cerdos. O mejor dicho: por inspirarnos para entender que debajo de la piel de nuestros enemigos respiraban, hambrientos, los cerdos.

Me gusta ser una bruja: no hice otra cosa en la vida que aprender de las insumisas. No hice otra cosa en la vida que calentar una deliciosa intuición para parar trenes, para leer de lejos al adversario, para oler el destino que se me imponía y disponerme a cambiarlo. Bruja, más que bruja. Yo sonrío, porque "bruja” es un piropo, porque jamás funcionó como insulto, mal que le pese a José María Sánchez, el bravucón de Vox. Ahora podemos decírselo: nunca fuimos las novias de nadie, y menos de Satán. Ahora podemos decírselo: estamos por todas partes. Ya lo aclaraba Terele Pávez en la de Álex de la Iglesia: a mí las brujas no me dan miedo, a mí lo que me da miedo son los hijos de puta.