La nación en sentido político (es decir, soberana) aparece a finales del siglo XVIII y se desarrolla a lo largo del XIX a raíz de las transformaciones producidas por los procesos revolucionarios sobre las sociedades del Antiguo Régimen. Transformaciones que disocian la soberanía, generalmente de forma violenta (guillotina), de la persona del monarca para asociarse a la nación en cuanto grey o conjunto de ciudadanos. Grey que pasa, así, a ser la nueva titular de la soberanía.

El soberano, el rey, que durante el absolutismo se identificaba con el Estado, va a ser descabezado. Pero ya como ciudadano (ciudadano Luis Capeto) y disociado del poder soberano, que queda identificado con la nación. 

Hay que recordar que esta transformación se produce, en el caso de Francia, porque las arcas del Estado están en bancarrota tras la guerra de los Siete Años y la guerra de Independencia americana. Es, por tanto, la mala salud financiera lo que obliga al rey a convocar, con el ministro Jacques Necker a la cabeza, los Estados Generales para hacer frente al problema.

Es decir: el Antiguo Régimen no funciona económicamente.

Frente a su desigual división estamental basada en los privilegios propios del Antiguo Régimen (señoriales, feudales, fiscales y judiciales), la nación política aparece ahora como la reunión, libre de privilegios, de todas las partes individuales que constituyen el cuerpo social. Esa nación es producto de lo que Gustavo Bueno llamó metodología holizadora: el conjunto isonómico de ciudadanos libres y jurídicamente iguales una vez que queden disueltos los privilegios y la desigualdad estamental.

En el caso francés, que va a ser tomado como modelo arquetípico (por lo arquetípico allí del absolutismo real: el Estado soy yo), desaparecen los estamentos cuando uno de ellos, el Tercer Estado, se convierte, por saturación del mismo y negación de los otros, en ese todo nacional del que habló Emmanuel Joseph-Sieyès. Un todo nacional ahora representado institucionalmente en la nueva Asamblea Nacional constituyente. 

Todos los nacidos en Francia, por el hecho de pertenecer a la nación francesa, van a ser por tanto elevados a la condición de ciudadano en pie de igualdad con cualquier otro. Se trata de “recuperar la igualdad esencial de los derechos en medio de la desigualdad inevitable de los bienes”, como dice Robespierre en relación con la necesidad de una Guardia Nacional y de la nación en armas.

El concepto de Nación cobra así sentido político, como nación canónica, por su vinculación plena con el Estado, o sociedad política. De tal manera que la nación aparece así como sujeto titular de la soberanía y como demiurgo protagonista de la vida política, comenzando, a través de sus representantes, a promulgar y hacer cumplir leyes frente al poder del absolutismo real.

“La nación reunida no puede recibir órdenes” dirá Jean Sylvain Bailly el 23 de junio de 1789, objetando las órdenes de Luis XVI de disolución de los representantes del Tercer Estado (después de haber jurado estos, en la famosa sala versallesca del juego de la pelota, no disolverse hasta elaborar una nueva Constitución).

Esta situación, desencadenada por la Gran Revolución, constituye lo que se conoce historiográficamente como mundo contemporáneo, siendo así que la historia del mundo contemporáneo es la historia de la formación de las naciones en este nuevo sentido político (España entre ellas) y de sus relaciones mutuas. Relaciones en las que la humanidad de los 7.500 millones está hoy políticamente dividida. 

En contra de lo que muchos dicen, la globalización política, el mundo sin fronteras que imaginaba John Lennon, está mucho más lejos de ser una realidad hoy que en el siglo XVIII, cuando coexistían 15 o 20 sociedades políticas formalmente imperialistas que convertían al resto del orbe en colonias, provincias o dependencias suyas.

El mundo contemporáneo ha representado una multiplicación exponencial de soberanías y ha pasado, en dos siglos, de las 15 o 20 de finales del XVIII a unas 200 en la actualidad. 

Lejos, pues, de estar en crisis, el Estado nación es el sujeto de acción soberana que configura la geopolítica actual. Existiendo, naturalmente, unas naciones que dominan y hegemonizan, envolviendo con su acción a otras (en forma de firma de tratados, por ejemplo), pero sin anular su soberanía nacional. 

Frente a los entusiastas de la globalización en sentido cosmopolita, debemos sostener que no hay más cera política que la que arde. Esto es, que la nacional.