Conozco a dos españoles que nacieron en Lima por casualidad: Fernando Fernán Gómez y yo. Por eso, y porque mi abuela contaba que se cruzaba de vez en cuando con él y con María Dolores en la tertulia del Comercial, siempre lo sentí cercano. Le dedico esta columna, en el centenario de su nacimiento, no tanto para rendirle homenaje como para defenderle de los aduladores que asoman en las secciones de Cultura, y tras las cuentas oficiales de Twitter, sin otro afán que secuestrar políticamente a quien no se han tomado la molestia de leer.
Hay cronistas que no pretenden acercar al artista al público, sino arrimarlo a su sardina ideológica, lucirlo como una pieza disecada en su pared para poder decir “era de los nuestros”. Esta particular taxidermia se practica extrayendo de una biografía, enmarañada como todas, dos o tres detalles que justifiquen la apropiación política del personaje. Hace diez días le tocó a Federico García Lorca y anteayer a Fernando Fernán Gómez.
Estas tácticas pueden llevar a un lector inocente a concluir que lo más destacable de su trayectoria fue su relación con el anarcosindicalismo. Es cierto que se afilió al sindicato de actores de la CNT en 1936, con 15 años, pero desde que terminó la guerra su militancia anarquista fue más bien discreta (parece que en 1977 asistió a un acto en Montjuïc, pero poco más). No es casualidad que le acompañara una sombra de mala conciencia por no haber desarrollado un comportamiento civil acorde con sus ideas libertarias, como confiesa en la maravillosa La silla de Fernando, dirigida por Luis Alegre y David Trueba.
En todo caso, lo que hace de Fernán Gómez un tipo excepcional no es su militancia, sino su obra. Claro que juzgar una trayectoria de semejante altura por la bandera de su féretro es más cómodo. Uno ahorra horas de lectura que luego puede dedicar a combatir el cambio climático.
Pero lo más desolador no es la ignorancia, sino mi convicción de que si Fernán Gómez siguiera entre nosotros sería un apestado para los palmeros post mortem. Colaborador del diario ABC, académico de la lengua, cascarrabias oficial y propenso a dar lecciones, Fernán Gómez sería uno de esos señoros que la izquierda reaccionaria abomina y quiere jubilar.
Cómo juzgarían a un hombre que adaptó a autores falangistas, que confesaba sin pudor que le gustaban las mujeres guapas y el lujo, que tenía la voz grave y bebía whisky. Y qué diría él de esta izquierda santurrona, que encarna lo opuesto a su ideal libertario y actúa como aquella Iglesia que vivía señalando infieles y expiando los pecados que a él le gustaba cometer.