Los republicanos no tendremos entrañas azules, pero seguro gastamos ternura granate, y son tiernas las fotografías de la princesa Leonor enganchada a su hermana (inevitable amiga de la infancia), y son tiernos sus adioses al padre manso como pidiéndole perdón por hacerse mayor (porque lástima te da contrariar al patriarca cuando es tan templado y blandito), y es tierno también el abrazo a la madre férrea de la que secretamente desea zafarse para trincarse por fin un bollycao galés después de tantos años de acelgas y rottenmeierismo.

La niña Leonor se hace mujer, como cantaba Julio en aquella coplilla apretá a su cría Chábeli cuando se le alargaban las piernas por las noches y amanecía púber e inquietantemente hermosa: “La paraba en el tiempo pensando que no debería crecer, pero el tiempo me estaba engañando: mi niña se hacía mujer. La quería ya tanto que al partir de mi lado ya sabía que la iba a perder. Y es que el alma le estaba cambiando de niña a mujer”.

Es la canción que han farfullado todos nuestros padres, hasta los más glaciales y severos, al dejarnos solas en las estaciones y los aeropuertos de nuestra vida, muchachas rumbo a la libertad y a sus desencantos: nos colocaron la bufanda con premura, nos pidieron que fuéramos buenas, aunque sabían que no íbamos a hacerlo, y se lamentaron por adelantado del canalla aún anónimo que pronto nos besaría en los labios y nos abrazaría la cintura, llevándonos lejos, de verdad lejos de ellos, conduciéndonos con sus motillos, sus perfumes y sus palabras calientes al mundo terrible en el que el hombre de nuestra vida pasaría a ser otro, un vil desconocido al que aceptarle encantadas los caramelos, pero ya nunca papá

Se van las niñas y Edipo llora sangre. Se van las niñas a un lugar cruento donde no existe el beso guardián que cae en la frente a la noche. Se van las niñas ya ingobernables a saltarse el toque de queda moral y no las ata ni una provincia. Se van las niñas a Júpiter, prácticamente, más altas cada vez, más curiosas y más chulas, más perdidas y valientes, con los pechos y los deseos despuntando a la vez, con lo que eso duele.

Se van las niñas y tiemblan los padres, más los padres que las madres, porque el padre sabe que allá afuera en el vasto mundo hay muchos hombres que mirarán a su chiquilla, y tiembla el padre porque ya no es su chiquilla y porque conoce a los hombres. Y si el padre tiembla, sobre todo, es porque sabe que son hombres como él, y en esa identificación ineludible le nacen los pánicos y las profecías.

Siempre fue hombre muerto aquel hombre que fuese a hacernos daño, pero al final sobrevivieron todos, porque el padre hace un esfuerzo práctico y asume que si uno se pone a matar hijos de puta no termina nunca. Revienta al jefe que le ordena a la niña, revienta al novio que la toca, revienta al amigo que la engatusa para tocarla alguna vez. Entonces el padre aguanta y calla y frunce el ceño y aprieta los nudillos y sigue adelante, por el civismo, por lo mal que se come en las cárceles.

Es lo que le está pasando al pobre Felipe, que será rey y lo que ustedes quieran, pero andará loco de miedo, porque al lugar ese donde van las niñas del mundo cuando se hacen mujeres también va caminando la suya, inevitablemente, y ahí no hay matones de seguridad que valgan ni inteligencias de Estado posibles. Aquí no hay tanques lo bastante hostiles ni helicópteros lo bastante rápidos, porque a las niñas cuando crecen ya nunca se las alcanza. 

Leonor se pira a Gales a un "Hogwarts para hippies", como lo bautizan las revistas y los mentideros, y aunque aquello sea un internado, las niñas crecidas sabemos que hecha la ley, hecha la trampa. Se echará una cómplice punki como Alexia de Holanda y masticará chicle con la boca abierta y tendrá un sostén preferido y mirará de lejos a un niño guapo mientras planea cómo mirarlo de cerca, y lo mismo más adelante esquiva al rector y se fuma un trócolo entre dos arbustos con las colegas veganas o pilla resaca con un cóctel de estraperlo mientras los profes duermen, y estará bien que así sea porque se inaugura para ella el siglo cortísimo de los descubrimientos y porque las tonterías nocivas también forman parte de una adolescencia sana, aunque nuestros padres lloren mientras vuelan los aviones, y sobre todo, por eso: porque una se hace mujer cuando estrena las desobediencias. Adiós, princesa, adiós.