¿Qué ocurre en España para que el asesinato de un joven en La Coruña, el de Samuel Luiz, derive en una manifestación violenta en Madrid al grito de Ayuso, fascista, estás en nuestra lista?

¿Qué le ha pasado a este país para que políticos del Gobierno (su portavoz, incluso) utilicen un crimen para señalar a un partido de la oposición como responsable?

¿En qué clase de sociedad se lincha en las redes al padre de un muchacho asesinado sólo porque no quiere convertir a su hijo en bandera de ninguna causa, como pretenden otros?

¿En qué nos quieren convertir? ¿En qué nos están convirtiendo?

Supongo que en la porquería de país que, cuesta abajo y sin frenos, se dirige confiado e inconscientemente hacia una dictadura mientras sueña con un tiempo sin mascarillas, sin restricciones, sin incertidumbre y, sobre todo, sin miedo.

Y mientras el pueblo sueña y espera, la cultura de la cancelación y la tiranía del pensamiento avanzan.

Mientras la gente corriente se preocupa sólo de lo que ocurrirá mañana, y además lo teme, dejamos de ser personas (irrepetibles, únicas) para ser parte de colectivos, de ideas, de movimientos. Y así la sima artificial entre españoles se agranda cada día más y la ciudadanía se ejerce cada día menos.

Y por eso, porque nos obligan a pensar en un país de colectivos y no de personas, el dolor de un padre puede ser cancelado, sin asomo de crítica, en nombre de una causa.

Por eso de Samuel, por el que se pide justicia, única y exclusivamente importa que fuera gay. Lo demás (hijo amado, hombre bueno, joven solidario, amigo y todo aquello por lo que pudiera ser definido, por lo que será recordado) no importa, no les importa. Samuel (su muerte) es un símbolo político y un padre no es quién para no permitirlo.

Nada peor que perder un hijo. Eso pienso. O sí. Saber que ha sufrido, enterarte de que sus últimos momentos lo fueron de dolor y miedo, imaginarlo en el suelo indefenso ante cada golpe. Esa última patada mortal en la cabeza. Su sufrimiento.

La llamada de madrugada que te convierte la vida en una condena eterna. No entender cómo tu niño unas horas antes estaba vivo y ahora, sin preverlo, sin imaginarlo, sin estar preparado, está muerto. Que la última vez fue sin duda la última, que su vida se ha acabado, que no hay vuelta atrás y que ha sido por nada.

¿Qué consuelo puede tener quien recibe la noticia, quien debe vivir para siempre con ello? ¿Qué clase de alimañas se cree con derecho a juzgarle? ¿Qué tipo de monstruo convierte ese dolor, ese sinsentido, en un argumento más de una rueda de prensa? ¿Qué maldad anida en el corazón de quienes cogen el cadáver maltratado de Samuel y lo convierten en argumento político? ¿Qué clase de justicia piden? ¿De verdad le importa Samuel a cualquiera de ellos?

¿Y si ahora resulta que sus asesinos forman parte de otro colectivo a proteger? ¿Y si no tenían idea de su orientación sexual o si forma parte de su cultura agredir a quienes son gais? ¿Qué dirán? ¿Lo negarán? ¿Lo justificarán? ¿Callarán?

Se puede matar a alguien y hasta se le puede matar dos veces.

Justicia (de verdad) para Samuel.