Un fantasma recorre España. Es el fantasma del nacionalismo fragmentario. Un verdadero viejo topo, según la célebre expresión de Karl Marx, que lleva operando en nuestro territorio nacional ya más de cien años, horadando, cavando túneles y abriendo boquetes en el cuerpo de la sociedad política española.

La cohesión nacional española, labrada durante siglos, ha quedado expuesta a esta labor de zapa en los últimos años, en los que el nacionalismo fragmentario ha penetrado y se ha filtrado en las instituciones políticas, culturales y sociales españolas.

Un nacionalismo que se abona a la idea de que España es una especie de carcasa artificial (Estado español), obra impositiva del nacionalismo castellano que, como velo despótico, ha mantenido sometidos al resto de pueblos o naciones peninsulares (España, prisión de naciones), y que, ahora mismo, con la democracia, y por la propia pujanza y vitalidad de esas naciones, está en un tris de quebrar esa carcasa para regresar, por fin, a su verdadero ser plurinacional.

España significa, según esta visión, una verdadera trampa histórica tendida por el imperialismo castellano, en cuyas garras cayeron, ingenuamente, los pueblos peninsulares durante siglos. Pero que ahora, tras ese calvario, están a punto de recuperar (cual hobbits en la Comarca) su antigua y arcádica inocencia: “Nosotros, catalanes, gallegos, vascos, andaluces, valencianos, montañeses, asturianos, etcétera, somos inocentes. Nada tenemos que ver con esa monstruosidad histórica llamada España, destructora de civilizaciones, aniquiladora de continentes, segregadora de religiones. Es más, nosotros somos sus primeras víctimas, mártires (testigos) de su acción tiránica”.

Y es que, aún avasalladas durante cientos de años, convertidas en simples regiones españolas, no cejan en tratar de recuperar, tras el paréntesis castellanista, su plena, incluso pletórica, identidad nacional.

España es, en sí misma, una conspiración contra estos siempre inocentes pueblos, de tal modo que todo vale contra ella. Todo vale con tal de destapar ese pastel de la conspiración secular.

Este es, más o menos, el retrato ideológico, exculpatorio, que, desde el nacionalismo fragmentario, por lo demás muy institucionalizado y acomodado en el actual estado autonómico, se hace de España y de su historia (y que ha arraigado en grandes capas del cuerpo social y la opinión pública).

El caso es que esta concepción, de mucha fuerza divulgativa, presupone en esas naciones un origen previo a la formación de España, y al margen suyo. Esto es, para que el retrato pueda cuajar doctrinalmente y este nacionalismo tenga efectos prácticos propagandísticos.

La versión, el relato nacionalfragmentario, tiene que ofrecer pruebas de que tales naciones son anteriores a la formación de España, de tal modo que, cuando España se constituya con posterioridad, lo hará siempre a costa de desvirtuar, de pervertir, la identidad de estas naciones previamente constituidas.

Galicia, Cataluña, País Vasco, etcétera, permanecían puras, impolutas, vírgenes. Y España, a través de la imposición castellanista, vino a mancillarlas. A manchar su auténtica identidad originaria.

Es fundamental, pues, en el cuento o historieta (storytelling) nacionalista, una existencia, una vida anterior a la existencia de España, reservada para estas sociedades, de tal manera que la vía de la justificación histórica, que pruebe esa existencia previa, es imprescindible para poder sacar adelante (siempre hay que convencer, además de vencer) tales proyectos políticos diferenciales, autonomistas y, en el límite, separatistas (“una espada, un rey”, “una Nación, un Estado”).

En este sentido, uno de los caballos de batalla del nacionalismo fragmentario es, sin duda, la batalla historiográfica, que trata de construir una versión creíble, verosímil, por fantástica que sea, según la cual la nación fragmentaria (la vasca, la catalana, la gallega, etcétera) se encuentra ya formada, prístina, reluciente, impoluta, autosuficiente, recién estrenada, en un tiempo más o menos remoto (in illo tempore). Pero siempre necesariamente anterior a la formación de España.

Y es que probar una autosuficiencia previa es una manera de justificar una autosuficiencia futura. Lo que significaría, sencillamente, y esto es lo que busca el nacionalismo fragmentario, que España sobra (good bye, Spain). Y lo peor es que ha encontrado una sociología cómplice que hace de la culpabilidad de España un axioma. Y el nacionalismo fragmentario siempre es víctima.

Da igual el argumentario jurídico (desde el Tribunal Supremo o del Constitucional), parlamentario (en las Cortes), etcétera, que se pueda argüir. Las cartas ya están marcadas y el sambenito colgando: España siempre culpable.