Hay, dicen, un gran brote de coronavirus en el campo base del Everest, a nada menos que 5.600 metros sobre el nivel del mar, en uno de los lugares más inhóspitos y áridos del planeta.

Si el virus ha llegado allí, a ese lugar tan hostil, imaginen lo que puede hacer en la Puerta del Sol de Madrid sin medidas que contribuyan a mantenerlo bajo (al menos) algún control.

Allí, en aquel extraño crisol en Nepal, en ese kilómetro cero de la carrera por coronar la montaña más alta de la Tierra, se dibuja un puñado de tiendas de campaña instaladas caóticamente sobre un terreno rocoso y devastado. Allí, también, surgen insospechados aludes asesinos mientras un buen número de montañeros de insaciables esperanzas se da ánimos en sus intentos por hollar la cima, situada a 8.850 metros, del colosal Sagarmatha. Con la ayuda, siempre imprescindible, claro, de todos los dioses.

La energía que fluye entre las tiendas del campo base se alimenta de hercúleas dosis de historias y leyendas, algunas cercanas a la realidad, pero otras claramente exageradas.

La más potente de entre las primeras rememora aquel día, hace ahora exactamente 25 años, cuando ocho alpinistas murieron en una única jornada, esa que se ha convertido en el gran episodio mítico del Himalaya.

A mí, que no soy más que un montañero amateur, pocas jornadas me han apasionado más que esa. Tras numerosas indagaciones personales aún me pregunto: pero ¿cómo pudo ocurrir?

Jon Krakauer, el maravilloso escritor y periodista norteamericano experto en montañismo, relató antes y mejor que nadie, en Mal de altura, la historia de la competencia entre las agencias comerciales Mountain Madness y Adventure Consultants por llevar a la cima de la montaña más alta del mundo a montañeros sin apenas experiencia.

Aquel 10 de mayo, ocho alpinistas, entre ellos también dos grandes escaladores de la época, Scott Fischer y Rob Hall, perdieron la vida tras una tormenta que se desató, de forma totalmente inesperada, mientras bajaban, o lo intentaban, a más de 8.000 metros. Junto a ellos, el guía Andy Harris, otro gran especialista, también se quedó allí para siempre.

Aquel día, Anatoly Boukreev, guía de Mountain Madness, pisó la cumbre, y lo hizo sin oxígeno. La capacidad del kazajo en la montaña excedía con mucho la necesaria, así que subió, coronó y bajó, ajeno a la ayuda que durante el trayecto necesitaron los clientes de su agencia.

Después, una vez alertado en su tienda de la tragedia que su extrema rapidez le había impedido advertir, logró salvar la vida de tres clientes en un acto de una heroicidad sin precedentes. Su historia, quizá para defenderse de la de Krakauer, la escribió en Everest 1996. Crónica de un rescate imposible. El gran escalador fallecería un año después en un alud en el Annapurna.

Beck Weathers, el patólogo estadounidense que, abandonado a su suerte hasta tres veces por sus compañeros en medio de la tormenta al pensar que moriría, logró sin embargo levantarse 36 horas después y aferrarse a un insólito hilo de vida.

El médico tejano cuenta su versión en Dado por muerto. En ella, se muestra agradecido a lo que aprendió aquel día. Tanto que asegura que lo volvería a hacer, aunque quedara mutilado, como fue el caso por las congelaciones, si a cambio obtiene el aprendizaje que le cambió la vida.

Todos tenemos mucho que aprender, y no es necesario hallarnos a un instante de perder la vida trágicamente para ello.

Hoy, el virus que ha zarandeado al planeta sigue rodeándonos, aunque afortunadamente gracias a las vacunas podamos defendernos mejor. India es el gran ejemplo de una nación que se relajó demasiado tras una buena defensa inicial contra la acometida de la Covid. Ahora, tristemente, la tragedia en ese país está alcanzando cotas desmesuradas.

En la primavera de 1996, el Everest se cobró catorce vidas, la mayoría en una única jornada. 25 años después, seguimos intentando entender cómo se pudieron tomar tantas decisiones equivocadas seguidas, y cómo se desató una tormenta tan feroz como espontánea.

Hoy, la tempestad es un virus que aún no comprendemos bien, y contra el que sólo se puede luchar con un comportamiento que difiere, en todo, del que hemos visto estos dos últimos días.

Las celebraciones hay que disfrutarlas con toda determinación, pues el trayecto de este año y pico ha sido largo y duro. Pero sólo tendrá sentido hacerlo cuando hayamos descendido del campo base y se haya desvanecido el riesgo. Todavía estamos muy lejos de ese momento.