Yo era una niña catalana que quería ser escritora. Flipaba caminando por aquellas ramblas, de Sant Jordi en una mano, mi madre estirando de la otra. Aplastada entre la gente y ya ofendiéndome por aquello del libro para él, la rosa para ella.

Déjate de rosas y entiérrame entre libros, por el amor de Dios.

En el instante en el que firmé mi contrato editorial, una sola idea ocupó mi aturdido e incrédulo cerebro. Firmaría en una parada de mis Ramblas entre empujones y gentío y murmullo y muchos libros.

Un membrete anunciaría mi nombre. Abrazaría a todo bicho viviente que hubiera tenido a bien escoger mis letras. Agradecimiento a chorros.

Llegó el día y todo fueron lágrimas y sonrisas y charlas y alegría. Mis amigos y mi familia asomándose entre las cabezas, saludándome con la mano.

No hay nada comparable con el momento en el que, llegada la hora, ocupas tu silla y te encuentras con la primera persona de la fila. Nada. Comer o beber se convierten en actividades totalmente innecesarias.

Ni era ni soy capaz de imaginar felicidad más grande. De los cinco días más maravillosos de mi vida, dos han sido en 23 de abril.

Hasta que llegó la mierda marciana.

Y que si lo pasamos a julio, que sí, que no, que caiga un chaparrón. Vaya barbaridad, porque si en abril te cueces, en julio morimos todos calcinados.

Al final nada, menos mal. Que llega 2021 y que viva el año nuevo y qué contentos todos porque adiós a 2020, como si el cambio de hoja en el calendario acabara con este bicho tan pesado. Como si las mascarillas se fueran a evaporar llegadas las campanadas.

No habíamos caído en que ya era abril, porque esta nube gris aplana los meses, las semanas y las fiestas de guardar.

Pero la semana pasada leo que, efectivamente, ya es abril. Que este año sí se celebra Sant Jordi, pero que las paradas estarán separadas por dos metros las unas de las otras. Habrá espacio de seguridad, todos con mascarillas, aforos limitados dentro y fuera. Manos llenas de alcohol.

Empezamos dos días antes con los puestecitos, por aquello de equilibrar el desastre.

Nada de saludos cariñosos entre escritores y lectores, que es lo peor de todo. Que si mejor encargas el libro firmado y lo recoges otro día cualquiera.

Algo parecido a disfrazarte para carnaval, pero un martes de octubre, por ejemplo. Tú, solo y triste, vestido de leopardo en tu casa. Un sinsentido total.

Nada de fiestas donde los escritores se reúnen, agotados, exultantes y emocionados para comentar cómo ha ido el día.

Cómo añoro los abrazos cómplices, los desayunos a la mañana siguiente, despertando del sueño, tan fugaz y tan embriagador, anhelando que pasen los siguientes 364 días y agendando plan de trabajo porque sin libro nuevo no hay festival.

Yo no quiero un Sant Jordi de mierda como este. Prefiero olvidar al señor de la espada y el dragón hasta que dejemos de temer el escupitajo del prójimo.

Este sucedáneo es como visitar tu lugar favorito del mundo con alguien que te cae fatal, que pisotea tus vivencias pasadas y ensucia las del futuro, que las tiñe de gris, borrando el rojo.

No quiero recordar la tristeza de la distancia y la contención y el vacío, de la inexpresividad de la tela azul, de las voces de los lectores que te cuentan que tus letras ahora son suyas, diluidas en esa pantalla tras la que has de berrear para que te oigan.

No quiero recordar un Sant Jordi sin Sant Jordi.