Uno de los recursos más socorridos para reírse de la ahora presidenta de la Comunidad de Madrid en funciones, Isabel Díaz Ayuso, es invocar su pasado como community manager del perro Pecas, mascota de la expresidenta Esperanza Aguirre

Quienes hacen uso y abuso del antecedente no reparan en que haber llegado con ese bagaje a presidenta de Madrid (y referente de la oposición al Gobierno por encima de su teórico jefe de filas) es más una prueba de su carácter y de su fortuna que motivo de guasa.

Los generales con carácter son temibles, pero si además tienen suerte, bien que lo sabía Napoleón, la cosa se pone seria. Existe la posibilidad de que la reciente maniobra de Ayuso la conduzca al batacazo y a la nada. Bastará con que su oponente en la izquierda consiga tener de su lado un diputado más de los que sumen los suyos y los de Vox.

Pero también es posible que la jugada le salga y, en ese caso, no sólo habrá que preguntarse por qué una lideresa con perfil tan improbable lo ha acabado siendo de la derecha española, sino quién contribuyó a ello.

Si bien es verdad que uno se gana su suerte, con frecuencia influye el comportamiento ajeno. Para la irresistible ascensión de la antaño community manager fue indispensable de entrada la propulsión de quienes ahora más la fustigan: los descompuestos y perplejos socios de Ciudadanos, que, pudiendo optar por quien había ganado las elecciones, decidieron salvar a la recién llegada candidata de un partido colapsado, el PP madrileño.

Ese primer paso es siempre el más importante, y para bien y para mal esa es la firma que tiene. La de una formación que, queriendo liderar el bloque de la derecha, va camino de hacer cola en el limbo.

Alguien podrá objetar que vino antes el dedazo ungidor del presidente nacional del PP, Pablo Casado, pero si uno recuerda aquellos días, la elección de Ayuso parecía la de alguien que no tuviera mucho peso para dejar poca carbonilla después de su combustión inexorable. Cabe sospechar que quien tomó aquella decisión sigue pellizcándose cada mañana para comprobar que es verdad la que ha liado, todo lo que desencadenó con ella.

Después vino la pandemia, una ocasión extrema, de esas en las que se acreditan los líderes. Admitiendo la premisa de que en su gestión nadie ha estado muy brillante (y menos puede sacar pecho la comunidad con el mayor número de muertos sin ser la que contaba en marzo de 2020 con más vivos), Ayuso se anotó el tanto de cerrar los colegios antes de que el Gobierno central, gripado por sus problemas con el feminismo que se divide y lo divide, reaccionara con la firmeza necesaria ante el virus.

De nuevo, Ayuso se vio socorrida por el error ajeno. Y eso sólo fue el comienzo (de los errores ajenos masivos). En algún momento, la legítima y a menudo razonable discrepancia con las decisiones del Ejecutivo madrileño, por parte tanto del Gobierno central como de los periféricos, mutó en una campaña de desdén hacia Madrid y sus ciudadanos, señalados como foco infeccioso que debía reducirse y confinarse, si hacía falta por decreto, además de beneficiarios de un paraíso fiscal (con tipos de más del 40%) que se tenía que desmontar privando a la autonomía madrileña del derecho a decidir que tienen todas las demás.

Lo empezaron diciendo políticos de vocación centrífuga y propagandistas airados y lo acabaron regurgitando columnistas de los que pasan por ecuánimes. Y Ayuso, que tiene la intuición suficiente para pelear su suerte cuando se la dejan expedita, no aflojó y aprovechó para erigirse en adalid del hecho diferencial madrileño: vive y deja vivir.

Ahora le han dado el pretexto para disolver la Asamblea y le perimetran a los madrileños mientras los franceses fiestean a su antojo. Le dan hecha la campaña.