Vemos a diario que muchas personas, en actos públicos o privados, se dirigen a muertos queridos y admirados y les dicen: dondequiera que estés… tal cosa o tal otra.

Se sienten todavía en contacto con el muerto, al parecer, y no mediante un trato del corazón o de la memoria, que también, sino contando con su presencia real. Lejana, inconcreta, pero real. Se diría que creen que el muerto les está oyendo o viendo.

Puede que sea una actitud retórica, simbólica acaso, pero puede que no.

Dondequiera que estés…

¿Y dónde se supone que están los muertos? La expresión indica una certeza y una incertidumbre. El muerto está en alguna parte, pero no se sabe exactamente dónde.

La fórmula introduce también una vaguedad no aclarada: estar, dondequiera que esté, está. ¿Pero el muerto está muerto (una obviedad, una redundancia) o el muerto (parece imposible) está vivo? Esto segundo se deduce (casi) del hecho de que nos dirijamos a él. De que le hablemos. ¡Y no digamos si él nos habla de vez en cuando!

Deberíamos pensar, en principio, que los muertos están donde les hemos dejado. En su tumba, en su nicho. En su urna, tras su cremación. Tal vez en el bosque o en el mar, si hemos dispersado sus cenizas. Han vuelto a la tierra, al aire o al agua tras pasar por el fuego.

Los creyentes creen (para eso son creyentes) que sus muertos están en el cielo. Nadie cree ya que haya muertos que vayan al infierno, a no ser que hayan sido unos criminales malísimos mientras estaban vivos, pero tal caso rara vez suele darse dentro de nuestra familia. Ni en las mafiosas.

El limbo, por escurridizo e indefinido, ya no cuenta. Es sólo otra forma de llamar a la inopia.

Quienes se dirigen a ese muerto que está en alguna parte (dondequiera que esté, etcétera) no parecen ser muy creyentes (tal vez lo sean un poco), pues entonces dirían que el muerto está en el cielo, como siempre dice el sacerdote en el funeral católico: con aplomo, seguridad y naturalidad.

Pese a ello, algunos piensan que estamos en el siglo de la ciencia, del cientifismo exacerbado.

Los creyentes y los que no lo son tanto (o nada) tienen algo en común. Cuando se dirigen a su muerto, esté en el cielo o dondequiera que esté, siempre miran o señalan hacia arriba. Así lo hacen el actor que recibe un premio o el futbolista que marca un gol.

Los muertos nunca están abajo. Dondequiera que estén no es abajo, bajo la tierra, donde les dejamos. Se han movido, han cambiado de sitio, han cogido altura. Ah, no es su cuerpo, es su alma. Lo nunca visto de nadie es lo que mejor sobrevive a todos.

En las viñetas de los humoristas, los muertos famosos aparecen sobre una nube. La pregunta es: ¿Tenemos todos, famosos o no, un futuro en las nubes? En otra parte no parece, desde luego.