Me he enganchado a La isla de las tentaciones y no pienso pedir perdón a los esnobs por las cosas que me gustan: no voy a estar todo el día devastada por Deseando amar, de Wong Kar-wai -que, por cierto, la vuelven a poner en cines porque cumple veinte años y más que una película es un poema lúgubre y hermoso sobre las cosas que casi suceden: véanla-.

Una necesita su ratito de distensión, su fiestecita cutre, su drama mundano, su reyerta a pie de calle. Una es ordinaria y mastica ordinariez: luego la cultura nos sirve para sacudirnos un rato la vulgaridad que nos es nativa, pero niños, no nos desprendamos del cachondeo, el auténtico lenguaje colectivo que nos ata aquí a la tierra y que nos libra del terrorífico ego, del mutar a ser un chapas y del creer que la vida es un funeral antropológico detrás de otro. La vida, en realidad, reside en las tonterías, en los detalles sabrosos, en lo irrelevante: un placer sordo a los adultos ceremoniosos, solemnes y podridos de gravedad por dentro.

El caso es que en este programa se esbozan algunas maravillas de la condición humana: los celos, la posesión, el don del capricho, el hastío sentimental, los reproches enquistados, el pánico a la soledad, la lujuria transitoria, las ficciones románticas y algo realmente conmovedor, que es la amistad femenina. En La isla de las tentaciones se diferencia claramente del compadreo varonil porque las chavalas se escuchan y se confiesan de verdad, charlan largo y hondo sobre sus inquietudes, duermen juntas, se cuidan, se muestran vulnerables, hacen crítica y autocrítica y se prestan consejos elaborados después de tremendos sobreanálisis de situaciones diminutas.

Los hombres, sin embargo, guardan entre sí una lealtad más corpórea, más de darse abrazos rápidos como antes de salir al campo de juego, abrazos escuetos como una bendición lanzada al aire, abrazos breves y viriles como un símbolo: un “yo me parto la cara por ti si es necesario”, un “tú eres mi hermano”, un “de mi colega no se ríe ni dios”, pero rara vez se sacan las vísceras y las colocan encima de la mesa fraterna, rara vez estudian uno a uno sus miedos y sus inseguridades, rara vez intervienen el problema de una forma que no sea evitarlo.

Eso es algo que me fascina de mis adorados hombres -que me gustan más que las cigalas a la plancha-: su capacidad para superar los conflictos ignorándolos, dejándolos pasar, cambiando de tema para no enfrentarse a la molestia de la conversación, que, bien llevada, es la molestia de la desnudez, de la exposición. Los hombres no hablan, ya os lo conté aquí. 

Te quedas cuajado cuando ves a los Sócrates de la isla con las vidas hechas un verdadero Cristo, sin saber dónde tienen la nariz ni el porqué de su último paso, aconsejando a sus amigos con la máxima del “no te rayes”, “hemos venido aquí a disfrutar, cabrón” o “tú eres un máquina, tío, que nadie te haga creer lo contrario”. Ya, ya. El hedonismo es nuestra meta, nenes. Pero también decía vuestro filósofo de guardia que “la vida que no se analiza no tiene sentido vivirla”. Y en eso vuestras novias -y vuestras amantes- os van ganando. La estrategia forma parte de una victoria intensa.

El otro día, mientras a Lucía -que es la que se está llevando la peor parte, porque el artista de su novio Manuel anda metiendo la boca hasta en las charcas- la avisaba Sandra Barneda de que iba a calzarle los vídeos de su man -y a ella le temblaban las rodillitas huesudas, muerta de terror por visualizar la última ocurrencia del abellacado-, una de las chicas le dijo una frase estupenda que me llamó la atención: “¿Quieres mano?”.

Esa mano lo es todo: la mano que te tiende la amiga cuando el imperio se te viene abajo. La mano que acompaña y que te regresa al partido, que hace que no te pierdas en tus cábalas ni en tus terrores imaginarios; la mano que diluye tu ansiedad y te recuerda que el futuro no es, no sólo es, un monstruo cíclope que viene a devorarte sin remisión. La mano que te hace entender que tú aún eres tú, que tú aún estás aquí, que eres igual de buena que antes de que te hicieran daño, que aún tienes voz y voto y capacidad de elección y de intervención sobre lo que te sucede. La mano que te retiene mientras arrasa el torbellino de las injusticias, de las envidias, de las traiciones, de las enfermedades, del dolor. La mano amiga que ni huelen los varones. 

La mano que es mejor que el diazepam, mejor que los antidepresivos, mejor que el MDA, mejor que el puchero sanador de tu santa madre: es la prueba material y carnosamente tangible de que no estás sola en esta asfixiante selva de locos, de que otras han pasado o pasarán por lo mismo que tú y no escatiman en tenderte la palma y en apretarte fuerte los dedos. Es una historia que se cuenta en las líneas diminutas de la diestra y la siniestra. Tuyas y mías. Ya está. Vamos. Respira, tronca. Estás viva. Hablaremos de ello y luego lo patearemos. Como decía el Gran Lebowski: “I can’t be worried about that shit. Life goes on, man”. Yo, que ya no creo en casi nada, creo por encima de cualquier dios en la mano amiga. Life goes on, woman.