“¿Lo escuchan? Es el silencio”. Hoy, pese al estruendoso naufragio en el puerto de su bautismo, en Ciudadanos puede escucharse… hasta el silencio. El liberalismo vuelve a cavar su sepultura. Esta vez (en caso de no orquestarse un volantazo sideral) hará falta un nicho mucho más grande.

Jamás había existido en la historia de la democracia reciente una formación autoproclamada de centro que ensanchara tanto sus bases. La UCD era, en realidad, el centroderecha no franquista. O la derecha democrática. UPyD ya parecía un milagro con cinco escaños. Por eso Ciudadanos, cuando arrancó 57, se convirtió en una metáfora política de los panes y los peces.

Llevan razón Albert Rivera e Inés Arrimadas (lo han repetido hasta la saciedad): el votante liberal tiene el morro fino. Balancea la copa de las papeletas para estudiar los taninos, el cuerpo, el aroma… Incluso se lee, en parte, los programas electorales. Votar liberal es votar exigente. Votar con la emoción, pero sobre todo con la conciencia. Renunciar al caballo ganador y contener los bajos instintos.

Ciudadanos nació al albur de esa exigencia. No se recuerda otro partido en España alumbrado única y expresamente por intelectuales. Es verdad que la organización cayó pronto en manos de lo que Javier Cercas llama “políticos puros”. Y fue un acierto. Porque un partido deben conducirlo los políticos, pero un partido liberal… no pueden alimentarlo sólo los políticos.

El esplendor en la hierba naranja llegó aquellos días en los que Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Antonio Escohotado y compañía orbitaban en torno al proyecto y lo nutrían de discurso. Aquellos días en los que Luis Garicano y Toni Roldán ahormaban los programas sin tratar al elector como a un perfecto idiota. Dicho de manera gráfica: Ciudadanos consiguió que se hablara del contrato único en los telediarios.

Rivera nunca fue un buen lector. Tampoco un hombre demasiado interesado en las Humanidades, pero poseía, en sus inicios, lo que Ortega definía como “intuición histórica”: la facultad de mover ficha antes que nadie, como si conociera de antemano el próximo movimiento de sus rivales. Hasta que la perdió por completo y a velocidad estratosférica.

Esa intuición reveló a Rivera la exigencia programática del liberalismo. Se dejó rodear. Sedujo a escritores, cineastas, banqueros, cantantes, filósofos, directores de periódicos… Hasta que, padeciendo el síndrome de la Moncloa sin haberla pisado, se encerró en la sala de máquinas y rompió lazos con todos a los que un día había escuchado. 

Un político podría replicar: “Oiga, el líder tiene que tomar decisiones, no puede estar todo el día dejándose llevar de un lado a otro”. Pero el verdadero líder, como hacía Adolfo Suárez, es capaz de escuchar, desobedecer y hacer creer al interlocutor que interiorizará sus consejos.

El exquisito minimalismo de Ciudadanos dio paso al partido de “la banda”, la “habitación del pánico” y otra sarta de ridículos eslóganes que avergonzaban a cualquiera con un par de lecturas en la mochila. Inés Arrimadas no sólo heredó una organización raquítica en lo que a escaños se refiere. Fue investida presidenta de una formación inundada por la vacuidad. El PP sí puede permitirse esa debilidad, pero Ciudadanos no.

Arrimadas fue avisada de este problema. Reactivó su relación con los fundadores. Comenzó a atraer a Ciudadanos a algunas de las ovejas descarriadas más brillantes, pero puso el partido en manos de los fontaneros. Sólo de los fontaneros. A excepción del rigor jurídico y la buena talla de Edmundo Bal, la líder entrante no se encomendó a nadie capaz de resucitar el liberalismo. Girauta, en feliz expresión, lo llamó “gestoría”. 

Todo siguió siendo el manido “ni rojos ni azules”, el “somos los verdaderos liberales” y los titulares de 140 caracteres. Arrimadas orquestó un giro sustancial, una verdadera vuelta al centro en la práctica (la negociación con el Gobierno), pero no había un relato que lo explicara.

Lo de Cataluña sólo ha sido el epítome de esa descapitalización intelectual. Desde dentro, podrían contrarrestar: “¡Pero si los fundadores nos devolvieron el apoyo y firmaron un comunicado!”. Pero era un comunicado que decía más de los fundadores que del partido. Un ejercicio de bonhomía, el del padre que acaricia la cabeza del hijo echado a perder. Firmaron porque, a pesar de los pesares, seguían considerando a Ciudadanos la opción menos mala.

El liberalismo está a punto de dejar la orilla y disolverse en la inmensidad del mar. De Arrimadas depende echar el ancla y reconstruir los cimientos de un proyecto al que no le basta con la definición: “Somos de centro”. Inés, como le decía a Hemingway su redactor jefe: “Dame verbos, no adjetivos”.