Qué noche la de aquel día, qué domingo la nuit, qué grillera catalana y qué diarrea mental del independentismo, venido arriba y matado en las guerras intestinas. Eso y no más fue el debate catalán de TVE, un todos contra Salvador Illa, al que se le vio más cómodo en la socialdemocracia que en lo del bicho.

El debate era incómodo para el espectador, pues el traductor simultáneo y el sonidista se coaligaron para escuchar en Dolby Surround que sí, que no sé qué de volverlo a hacer, de la DUI, y Laura Borràs, a lo suyo y con una gabardina ancha y despejada como tarde de mayo.

Yo me fijaba en Carles Riera, de la CUP, pensando en qué caldo de cultivo hay en Gracia para que estos camisas pardas puedan volcar Cataluña, y la Historia, a su favor.

Pensaba también, mientras reseteaba el portátil, en que Pere Aragonès se parece a Manu Sánchez el día de su Comunión y en lo bien que Xabier Fortes habla catalán y lo en casa que se siente cuando viaja a Polonia, según confesión propia en las postrimerías del debate.

Me gustó Alejandro Fernández, capaz de sacar, si quisiera, a Manolo Escobar en el Parlament y en los debates. Porque sí, Cataluña necesita cachondeo y flamenquito, y no tanto lazo amarillo, que nos dijo Josep Pla desde Palafrugell que el amarillo era el color de los locos. Alejandro Fernández es la Inés Arrimadas que pudo ser, pero lleva la negra de sus siglas.

Después de todo, en el debate y con el Orfidal llamando a las puertas del sueño, yo iba quedándome con lo sustancial. Que Ignacio Garriga está por estar, y que su coherencia no pega ni con los suyos ni con la dialéctica que hace falta en Cataluña: bandera y Constitución.

Que el constitucionalismo es una cosa caprichosa y volátil, y que quizá sea una excusa más que el antiácido que le hace falta a la Comunidad.

Que los de Lledoners han salido bien comidos de esa cárcel/Palau y que Borràs, cuando se apagaron las luces y se encendieron los grillos (Federico García Lorca) fue, creo, a por Carlos Carrizosa como alma que lleva el diablo.

Borràs, insistimos, llevaba algo parecido a una gabardina de entretiempo, que es prenda que lo oculta todo: desde la edad al pasado, pasando por las fechorías que aquí, los chavales de las hemerotecas, nos conocemos como la alineación del Atleti del año del doblete.

La Cataluña real era eso. Una pluralidad de naderías y un debate en el que el traductor acabó por generarnos jaqueca y mal sueño.