Con Filomena hemos vuelto a sufrir la tortura de las clases online. Y cuando digo hemos, hablo de todos los componentes del triángulo: padres, profes y alumnos.

Los padres, desquiciados mientras teletrabajamos, al tiempo que hacemos todo lo posible por mantener a nuestros hijos frente a una pantalla donde les cuentan unas historias que, en muchas ocasiones, no les interesan ni en directo. Eso los que podemos quedarnos en casa, porque el verdadero drama llega cuando no es posible.

Los profes, muchos de ellos también padres, adaptando contenidos decimonónicos a un sistema para el que no fueron creados. Todo mal.

En cuanto a la criatura de turno, si es aplicada, lo mismo le vale una pantalla que un libro. Si no lo es, lo más probable es que dé volteretas sobre la silla mientras el profe hace malabares para centrarle y sus padres se plantean seriamente la ingesta masiva de ansiolíticos.

Ante tal panorama, esta madre que escribe se plantea tantas preguntas que no caben en la columna, pero vamos a las cuestiones más surrealistas: la primera es por qué los colegios que estaban en condiciones para hacerlo no han abierto sus puertas antes del miércoles.

La segunda viene de mi convencimiento de que por no ir al cole una semana en la vida no vas a carecer de los conocimientos imprescindibles para gestionar la vida. Ni en un mes. Para qué, entonces, complicarnos la vida a tantos miles de seres humanos con unas clases de lo menos efectivas y de lo más perturbadoras.

La tercera es, quizás más que una pregunta, un cabreo monumental que empezó a gestarse cuando mis vástagos comenzaron su vida escolar y que no ha hecho más que aumentar conforme pasaban los años. Soy humana y los humanos buscamos respuestas, aunque sepamos de antemano que no vamos a comprender lo incomprensible.

No voy a descubrir nada nuevo si afirmo que, tanto los contenidos como el sistema, como muchos docentes, como la ministra de marras y multitud de actores de este sarao educacional conforman un amasijo de inutilidad de dimensiones catastróficas.

Eso en circunstancias normales, sin virus y sin nevadas. Lo de ahora ya es de peli de terror.

No me explico que no haya nadie con dos dedos de frente que les recuerde a los de los coles (a los de arriba, sobre todo) que el objetivo de los que enseñan es que otros aprendan, y que aprendemos mediante la emoción. No lo digo yo, sino los que saben de esto.

Tampoco que esas gentes, en el momento de mayor democratización de la información conocido hasta ahora, ignoren todas las herramientas a su alcance en aras de unos programas académicos tan rígidos como anticuados. 

Mis hijos han aprendido más esta semana viendo los documentales de ¡Vaya historia! en Netflix que en todas las horas que han pasado frente a su profe en el ordenador, os lo aseguro.

Cuando le pregunto a mis amigas maestras sobre tanto sinsentido, me responden que tienen que cumplir un índice y punto; que lo de ponerse creativas e investigar sobre nuevos recursos que quizá desemboquen en una modificación tanto del contenido como del método es misión imposible.

A la mierda la emoción, la innovación, la iniciativa, el sentido común y el aprendizaje. 

Para qué aprender historia con The Crown si puedes (o no) memorizar un montón de datos aburridísimos. 

Cómo sustituir la memorización de los afluentes del Tajo, con lo práctica que es, por películas como Soul o Del revés, que nos cuentan cómo funcionamos. 

Qué pérdida de tiempo ver Invictus con los vellos como escarpias cuando puedes empollarte la fecha de nacimiento de Mandela y luego olvidarla para siempre, junto con los nombres de los afluentes.

Sólo que lo de Mandela es peor.