El vidrio translúcido de la puerta cerrada del salón no permitía ver lo que había al otro lado, pero sí dejaba traspasar las titilantes luces del Belén (¡lo habían encendido!) y los rutilantes colores de los regalos (o eso imaginábamos). La mañana de Reyes era la mejor de todo el año. Cuatro niños en pijama se agolpaban ante el umbral que separaba la rutina de la magia, aguardando el permiso para entrar. Había que seguir el protocolo. La primera incursión la hacía siempre papá, cámara en mano, con vocación de reportero. Pasados unos segundos salía con cara de póker: “Ojo, que creo que este año no han venido”. Entonces, alguien se dejaba vencer por los nervios, hundía el picaporte y los cuatro desaguábamos como un torrente en el salón.

Habían venido. ¡Vaya si habían venido! Los Reyes habían apurado el café que les dejamos por la noche, y buena parte de los turrones que habíamos cortado para ellos. También los camellos habían dado buena cuenta de los puerros, las zanahorias y la lechuga, que pensamos les gustarían. Y el barreño de agua, dispuesto como improvisado abrevadero, se veía casi vacío: repartir regalos por todo el mundo debía de ser fatigoso.

No teníamos respuestas para todo. Aquel salón era ciertamente angosto para que tres camellos pudieran desenvolverse y no estaba claro por dónde podrían haber entrado. Por eso era magia.

Los regalos estaban colocados sobre el sofá: nunca faltaban los dinosaurios, los Playmobil, un balón de fútbol, libros de El Barco de Vapor y unas armas gigantescas que hoy tal vez estén proscritas. Recuerdo mi primera equipación del Real Madrid, en blanco satinado, con las huellas moradas de la marca Kelme estampadas en las hombreras y las mangas. Sobre la mesa del comedor los Reyes habían dejado algunos regalos más: eran para mis abuelos, para la Tía Madrina o para mis primos. Un año reparé en que el papel de regalo que habían empleado era como el que teníamos nosotros en el armario: “¡Mamá, han usado nuestro papel para envolver!”.

Después desayunábamos chocolate caliente con churros y roscón, retirando prudentemente la fruta escarchada. A ningún niño le gusta la fruta escarchada.

Han cambiado muchas cosas desde entonces. Yo ya no quito la fruta escarchada del roscón y mamá ya no está. He aceptado que la felicidad será para siempre un lugar del pasado, pero la mañana de Reyes sigue siendo la mejor del año. Sin embargo, amenaza la Navidad ese mal pringoso que llaman la guerra cultural. Conjurémonos para ponerla a salvo. Dejadme este eterno retorno de los días dichosos de mi niñez.

Dejadme mi cápsula del tiempo.