El problema de someter las políticas educativas al estrés centrífugo de la polarización es que impide abordar nada con un mínimo de rigor, elimina la posibilidad del matiz y arrasa el espacio de encuentro donde podría alcanzarse un acuerdo de mínimos que sirviese, al menos, a una generación de estudiantes. Lamentablemente, la última preocupación de los partidos parece ser el alumnado: antes de referirse a él, los políticos esgrimen las libertades de los padres y hasta los derechos de las lenguas.

Sucede, sin embargo, que los alumnos son ciudadanos y el Estado debe velar por sus derechos educativos. Digo el Estado y digo bien, aunque algún minarquista arquee una ceja: al menos desde Stuart Mill, el liberalismo ha predicado que sin formación no puede haber autonomía personal. La instrucción es, pues, una premisa de la libertad que el Estado debe proveer. Bajo este principio del derecho a la educación, me gustaría hacer algunas observaciones acerca de la eliminación de la vehicularidad del castellano en Cataluña.

El castellano no es vehicular en Cataluña desde hace décadas, y eso sucede porque así lo han permitido los sucesivos gobiernos de PSOE y PP. Es la constatación de que se ha impuesto el modelo hegemónico nacionalista, que señala al castellano como lengua impropia y persigue su expulsión de Cataluña. Incluso cuando se quiere combatir este modelo homogeneizador, se hace dentro del marco argumental impuesto por los nacionalistas, tratando la cuestión bajo el prisma de la necesaria protección de las lenguas cooficiales. Y no son las lenguas lo que las administraciones deben proteger, sino los derechos de sus hablantes.

Así, en términos generales, lo que se vulnera en Cataluña son los derechos de los castellanoparlantes, y, para el caso particular de la educación, se lesionan los derechos del alumnado cuya lengua materna es el castellano. El nacionalismo ha conseguido establecer un falso debate por el cual la idoneidad de la inmersión ha de evaluarse en términos de supervivencia de las lenguas.

Nadie duda que el castellano es una lengua pujante que se abrirá camino por encima de cualquier plan de ingeniería social, pero no se trata de que los alumnos puedan consumir televisión en español; sino de que se reconozca su derecho a que el castellano sea también lengua de cultura y prestigio en la que puedan adquirir plenas competencias intelectuales.

Luego está la cuestión de clase. Los debates de clase casi han desaparecido de la política actual, fundamentalmente porque quien los abanderaba, la izquierda, se ha pasado ahora al postmaterialismo de la identidad cultural. Y en ese viaje, claro, se ha alineado con el nacionalismo.

Resulta asombroso que ningún partido se atreva a esgrimir, en la discusión sobre la vehicularidad del castellano, que la inmersión plantea un obstáculo en su formación a quienes tienen como lengua materna el castellano, que son, además, las clases socioeconómicas más vulnerables, y que tener como lengua materna el castellano es un predictor de una mayor probabilidad de fracaso o abandono escolar temprano.

En último término, el debate sobre la lengua en la escuela revela un problema de desigualdad de oportunidades cuyas consecuencias tienden a perpetuarse: basta echar un vistazo a los nombres de los cargos más relevantes en las instituciones y las direcciones empresariales para constatar que están copadas por una élite de apellidos catalanes, pese a que los apellidos más frecuentes en Cataluña son los mismos que en el conjunto de España.

Así que no: el debate sobre la vehicularidad no tiene nada que ver con la obsesión conservacionista de la protección de las lenguas, sino con garantizar los derechos lingüísticos y educativos de una parte de la población catalana a la que se trata como ciudadanía de segunda ya desde la escuela, y en aras de un proyecto excluyente de hegemonía cultural nacionalista.