Cuando hace ocho años le concedieron a Mo Yan el premio Nobel de Literatura pensé: “por fin: ya está aquí”. El reconocimiento, las ventas, el placer del trabajo de editor pero, además, con números negros. Negrísimos.

Aquel, recuerdo, era un Nobel distinto: por un lado, nunca antes lo había conseguido un autor del gigante asiático -exceptuando a Gao Xingjian, nacionalizado francés-, y emergían dudas sobre la posición política de Mo Yan: ¿está con o contra el Gobierno?, no paraba de preguntarse Occidente, que parecía necesitar -y exigir- un lugar específico y claro en el que situarlo.

Con el autor chino, mi editorial, Kailas, había desarrollado una relación especialmente sólida: habíamos publicado su primer libro en 2006, el maravilloso Grandes pechos amplias caderas y, desde entonces, habíamos apostado casi todo a que algún día, ojalá que no muy lejano, la Academia sueca se rindiera al talento colosal del contador de historias de Shandong.

En las convenciones nacionales de nuestro distribuidor, al anunciar el plan editorial del año siguiente, siempre incluíamos un libro recién contratado de Mo Yan, y yo solía añadir, solo medio en broma: “no os preocupéis, amigos, que este es el año que se lo dan. Eso es seguro”. Algunos se tocaban la barbilla, otros esbozaban una sonrisa forzada y algunos de los jefes de ventas regionales directamente se reían. Pero Mo Yan era -es- demasiado bueno como para pasar desapercibido eternamente, y mi vaticinio acabó cumpliéndose.

Antes, en 2008, invitamos al autor a España para presentar su extraordinario Las baladas del ajo en Barcelona y Madrid, ambas citas resueltas con llenos y asombro en las sedes de Casa Asia. Durante esa semana pude profundizar, aunque menos de lo que me hubiera gustado por las dificultades de comunicación, con el escritor. Le pregunté, en una cena, por la responsabilidad del Gobierno chino en la matanza de Tiananmen de 1989; por la política del hijo único que había sido instaurada diez años antes y sus consecuencias; por el Partido Comunista y las libertades. No decía demasiadas cosas Mo Yan, pero las que argüía resultaban severas y profundas. Habló, entre otras cosas, de su infancia, la que describe en uno de sus cuentos en Shifu, harías cualquier cosa por divertirte, cuando él y sus amigos iban a las vías del tren y tenían tanta hambre que simulaban comer carbón.

Encontré a un hombre que podía escribir 900 páginas en veintitantos días, tras pasarse años rumiando la historia en la cabeza, pero a quien le costaba revelarse de cualquier otro modo. Sin embargo, el compromiso con los lectores de su obra y la lealtad hacia quienes ayudaban a transmitirla se mostraba, o eso me parecía a mí, evidente.

Por eso, cuando finalmente sonó su nombre aquella mañana de octubre en 2012 que alteró para siempre la vida en Kailas, no me preocupó saber que los derechos de algunos de los libros que habíamos publicado con él acabarían pronto, ni que había otros de los que aún ni siquiera habíamos hablado. Siempre supe que el autor de La vida y la muerte me están desgastando, para mí su obra cumbre, no nos traicionaría. Irse a otra editorial que le pagara más -casi cualquiera- o que llegara más lejos -muchas- no era, exactamente, una traición, pero tampoco andaba lejos de serlo.

Estos días el editor valenciano Manuel Borrás airea su indignación al respecto de lo que le está sucediendo con la última Nobel. Al director de Pre-Textos, tras 14 años y siete libros publicados de Louise Glück, al parecer le retiran los derechos y la posibilidad de disfrutar de todo lo que traería el esfuerzo anterior. Hasta le exigen que destruya los ejemplares que aún conserva de la poetisa estadounidense.

Es muy fácil gozar con una editorial: se trata, casi, del trabajo perfecto. Sobre todo si consideramos una independiente cuyo objetivo, con frecuencia, se encuentra más cerca de un universo idealizado que de uno verídico. Pero, al mismo tiempo, esa editorial tan tentadora exhibe una gran desventaja: es muy fácil, también, perder dinero con ella.

Pocas veces se dan circunstancias como la que hoy perturba a Borrás. Resulta muy inhabitual que ninguna de las grandes editoriales cuente en su catálogo con el autor que recibe la máxima distinción literaria posible. Lo que le pasó a Kailas en 2012 o a Pre-Textos ahora es del todo improbable y, por eso, tan hermoso.

En nuestra casa seguimos publicando las obras del autor de Sorgo Rojo -en 2021 saldrá nuevo material inédito, su novela Los bueyes-. En el caso de Pre-Textos, ojalá que la corriente de solidaridad que alienta a Borrás se transforme en un nuevo acuerdo que le permita mantener a la autora junto a la que ha luchado tantos años. Semejante esfuerzo debería albergar, al menos, un trozo de la justicia poética que reclama el valenciano.