“Ya está aquí mi límbico con patas”, dice mi psicólogo, a modo de saludo. Son años de conocernos. No sé bien por qué le pago: creo que porque le quiero, porque nunca estoy del todo segura -después de cada pico histórico, de cada episodio, de cada época henchida de ansiedad- si quien me trajo a tierra fue él o fue el tiempo.

Es un hombre mayor pero aún no anciano, con el pelo rizado y cano como un científico loco, con una nariz grande e interesante de personaje suspicaz, irónico y malicioso, adorablemente intelectual: cuando le cuento algo que le sorprende, se le abren las aletillas, como si fuese a olerme por dentro.

Se ríe mucho: entiendo que le doy motivos. Antes fumábamos juntos sobre su vieja mesa de madera. Nos prestábamos cigarros y mecheros. Me explicó muchas cosas que yo debía saber de mí y otras, también muy útiles, que debía saber del resto. Como que los neuróticos somos los que vamos a consulta. Como que los psicópatas nunca van, pero a quien hay que arreglar es a ellos. Yo no soy peligrosa, sólo bulliciosa. Él lo sabe y desmenuza mis procesos internos. Hay tardes que son como agarrarle del brazo y entrar a una casquería. Yo soy el animal muerto. Mis vísceras por acá, mis entrañas por allá. Mis huesos.

Le escucho como una alumna aplicada. Le escucho desde mis veinticuatro. Cuando le veo más encorvado, o más cansado, o más ajado, pienso: “¿Cuántos años tengo? Ya deben ser casi treinta”. Y le dedico una mueca extraña, como al recipiente exhausto de mis secretos.

Pienso en el poema de Cristina Sánchez-Andrade: “Estás envejeciendo. / Tú y lo que te asusta / estáis envejeciendo”. Envejecemos él y yo, paralelos, y fumamos juntos en su vieja mesa de madera, y nos prestamos cigarros y mecheros y pasa la vida llena de angustias, de hipocondrías, de folclores; de “no puedo más”, pero siempre puedo; de “ay, que me muero”, pero nunca me muero.

Me da pudor cuando me lee en voz alta cosas que dije o pensé hace tiempo. Me dan lache mis obsesiones pasadas. Parecen algo infantiles, o sorteables. Eso es porque siempre hay un terror nuevo. La cosa es no estancarse. Hay que ser sorprendente también en las formas de autodestruirse: que no se diga que no innovamos.

Una aguanta como un jabalí, eso se entiende más tarde. Una aguanta como un mal bicho. Una aguanta muchísimo dolor craneal e insoportables satisfacciones, porque una camina inestablemente eufórica o hundida, terriblemente llena de buenos y malos sentimientos: a veces nos pesa el cráneo, pero sabemos que esto es cosa del hipotálamo nuestro.

Mi psicólogo me llama límbico porque es la parte del cerebro que regula nuestros instintos. O, mejor, que no los regula: es la parte del cerebro donde sobreviven las toscas reacciones del ser humano que se veía amenazado allá en la prehistoria por animales feroces, por fuerzas de la naturaleza. Ahí respiran todas las alertas.

Claro que se trata de un sistema antiguo, bastante primitivo, o bien poco sofisticado, que nos hace responder como bestias ante lo que deseamos o lo que tememos. A mí se me dispara el límbico como si hubiera un mamut en el cuarto. A mí me late el límbico como en las cavernas: como a una mujer cazadora del tiempo viejo. Ahora que lo sé, ahora que conozco el tecnicismo, me queda el curro de rebajar las pasiones, que puede ser una tarea de siglos. Una tarea de Sísifo.

De últimas, tampoco sé si me interesa. Una quiere llegar al pensamiento recto por el más torcido. No sé bien quién soy, quién seré, si me quito las nubes negras de la azotea. De últimas, creo que me autoboicoteo: ya no sé si envidio tanto a esos seres desapasionados. Qué sanos pero qué muertos. "Ay, reina mora, el día que eches cabeza...", me alienta el santo psicólogo, casi como un padre tierno, acompañándome a la puerta. Ya la eché, amigo. La mala cabeza. La mala cabeza.