Tampoco yo logro visualizar el desastre que se avecina. Por el momento, el mar mantiene su calma. Me he venido a tender en ella la vista, confiado en que se me adentre un poco en el espíritu. Estoy en ese apartamento prestado que da al horizonte azul, por cuyas fotos Félix Ovejero me llama “marquesito”. Pero soy pobre, como Rilke: un pobre al que le prestan palacios de verano. (Escribo al aire del ventilador, mientras que afuera la atmósfera está quieta y achicharra.)

Hay el convencimiento de que tras el paréntesis de agosto caerán chuzos de punta. Puede que algunos se adelanten y rompan el paréntesis. No sabemos cómo será, porque nunca lo hemos vivido. Por eso, el miedo todavía es abstracto: eco de libros y películas, de las historias de los más viejos. Será peor que en 2008. Entonces el PIB no cayó un 18,5%. Ni el país estaba en descomposición; desde luego, no como hoy. Ni teníamos el peor gobierno posible. Ni el peor parlamento.

Ahora hay dos carreras locas: la de la realidad y la de la propaganda. Esto va a acabar muy mal, porque van en sentido contrario. Nos vamos a enterar de lo que es un choque de trenes, con descarrilamiento y explosiones. Ganará la realidad, naturalmente: la realidad catastrófica. Pero la dinámica hará que se le eche encima cada vez más propaganda. Va a ser insufrible.

La esperanza de que la pandemia fomentase al menos, la unidad, se desvaneció pronto. Y no lo hizo sola: fue torpedeada desde todos los flancos; empezando por el del gobierno, que jamás se la trabajó.

Así se arruina un país, al modo peronista. Y aunque Podemos no tiene la principal culpa, ya es casualidad que nos suceda con los peronistas en el poder. La principal culpa la tiene el presidente Sánchez; por él y porque en él se han concentrado todos los hilos perversos de la política española desde hace décadas. Es el máximo responsable, y al mismo tiempo el simple peón de una fatalidad.

La culpa es de los españoles. Nos iremos al guano con merecimiento. Y, a pesar de que he empleado “culpa”, no me refiero a un merecimiento moral, de expiación cristiana, sino a uno puramente físico. Las realidad tiene sus leyes, y entre ellas está la de que no pueden pasar el filtro electoral la mentira, la ineficacia, la necedad ni el embrutecimiento ideológico sin que eso se pague.

Alzo la vista. Por el ventanal hay un mar neblinoso, de un azul dulce, paciente, como avanzando hacia su desaparición.