La realidad es que tú saliste al balcón y Simón acabó haciendo surf en Portugal. Es una imagen fáctica de lo sufrido y de lo que está por sufrir. En el peor verano de nuestras vidas sabíamos que iba a llegarnos, de repente, todo el aguarrás que había acumulado esta democracia.

Cayó la pandemia y tampoco se tomó La Bastilla después de todo lo que sufrimos; se le dejó a los simpáticos chicos de la plaza y los sobacos que fueran sólo ellos, entre rato y rato en el harén y el culto supremo, los que enmendaran a base de tuiter el régimen del 78.

Por si fuera poco, el calor no mató al bicho, que se agarró a las orgías y bacanales análogas para frutalmente propagarse por esta España de las zonas sanitarias.

En otros años -y en otras vidas- tendríamos aquí una serpiente de verano. Los taxistas encabronados y los pirómanos galaicos buscando su segundo de telediario y catástrofe. En otros veranos hubiéramos tenido algún sueño, algún sueño mediopensionista de esos que hoy pasan por cruzar la provincia o invitarse a una barbacoa con aforo reducido.

En Instagram hemos visto que los políticos leen, a pesar de la calor. Que recomiendan hostelería profiláctica con una sonrisa que yo sé que saben que no se creen. La sensación de andar por campo minado, la persistencia del Madrid vacío es desazonadora a ciertas horas de la tarde.

Cae fuego y la mascarilla advierte de lo lejano que quedan otros veranos. Los que han sobrevivido vienen y lo cuentan, en esa confianza cachazuda de quienes le han visto lo negro al lobo.

Hay quien desde que se inició el confinamiento, desde que aprendió los secretos del zulo, ha tenido que recurrir a la farmacéutica para encontrar el descanso del guerrero. Ahora la Dormidina, con el calor, deja el alma un tanto pusilánime, sin ganas para el romance o para eso que en Occidente llamábamos entusiasmo.

Sólo pide ya uno que oscurezca. Que llegue un otoño Velázquez que no será más que en la memoria. Solo pido que nos confinen con imaginación y en la sierra.