Una de las cosas que más he extrañado durante la cuarentena ha sido ir al cine: el lugar mágico en el que mi atención se fija, por fin, en un único punto. El pinball que habita en mi cerebro desaparece y deja espacio para el tan anhelado aquí y ahora.

Me reestrené hace una semana con Cinema Paradiso, ese homenaje al cine y al amor por la vocación. A la pasión del que sabe desde que nace qué es lo que le hace feliz. Terminé, como siempre, llorando a todo lo que da, porque hay emociones que no caben en el cuerpo y por algún sitio tienen que salir.

Totó y Alfredo son inolvidables porque solo recordamos lo que nos emociona y lo que nos emocionan son las historias, sobre todo aquellas que nos dan en los morros con la que mejor conocemos, la nuestra. La de la curiosidad en la niñez; la de la ternura; la del primer amor; la de regresar a unas raíces que, por muy lejanas que queden, son el hilo que une lo que somos con lo que fuimos y con los que antes fueron. Todos sentimos melancolía al observar lo que dejamos atrás, por muy prometedor que sea lo que nos espera.

Giuseppe Tornatore modeló un cuento mágico y Morricone lo redondeó. El director dijo, hace unos días, sobre el compositor: "No es que Cinema Paradiso sería otra sin su música, simplemente sin Morricone no sería". Si el director lo dice, quiénes somos nosotros para llevarle la contraria.

Contaba en una charla Elisabet Gilbert, la escritora de Come, reza, ama, que el artista debe considerar la inspiración como algo ajeno, para no volverse loco. Puedes llegar a ella de vez en cuando, pero no debes frustrarte si el chispazo no llega.

Crear (un libro, un cuadro, una coreografía, una banda sonora) es tu trabajo, nada más. Lo sano es no esperar que el resultado sea brillante, sino distanciarte de esa aspiración. Toda la razón, porque lo contrario puede llegar a ser desesperante, tanto que a algunos les da por alcoholizarse o por quitarse de en medio por no poder replicar aquello que, en un momento de revelación divina, alcanzaron.

En el lado opuesto, personas como Morricone, parecen nadar en la fuente de la creatividad sin límites. Seres tocados por la varita mágica que convierten todo lo que tocan en un impulso que, desde su interior, llega directo al interior de otros, como un impulso eléctrico disparado contra el corazón de todos los que escuchan.

¿De qué depende ser poseedor de ese regalo?

Considerar esa capacidad inagotable fruto del azar se me antoja irrespetuoso. Las musas pueden despistarse al visitar a alguien, pero solo se quedan a vivir en el que ama la excelencia, en aquellos cuya mirada sobre la realidad se convierte en arte, en un viaje a otras dimensiones, negadas para el común de los mortales.

Cuántas horas, meses y años pasaría Morricone escribiendo partituras. Qué sentiría cada vez que las creaciones fruto de ese tiempo de intimidad se convertían en sentimiento universal, en la carne de gallina de millones de personas. Cómo se digiere que la inventiva habite en ti permanentemente. Cuál era la señal que le indicaba que esa combinación única de notas era la correcta, si lo sentía dentro o, como defiende la Gilbert, llegaba del exterior.

Quiero pensar que la respuesta a todas estas preguntas se resume en su firme intención de darle sentido a su existencia. De regalárnoslo para que lo encontráramos sobre nuestras butacas y, con suerte, supiéramos valorarlo y nos lo quedáramos.

Su genialidad nos arrastra a un lugar desconocido, a descubrirnos a través de su música, de la expresión de lo inexpresable. De un escalofrío, una sonrisa, un vello erizado, un nudo en la garganta. De unas lágrimas que nos cuentan que la vida es menos vida sin arte.