En La Peste de Camus, un personaje se rebana los sesos cada día para describir el recorrido a caballo de una "esbelta amazona". Juega con las palabras, altera su orden. Suda y se mortifica. Rasga los folios. Siempre con el mismo resultado: la nada. Le resulta imposible encapsular en unas cuantas letras la imagen que pretende mostrar.

Algo parecido me pasa cada año con las crónicas de San Fermín, pero creía que esta vez, empujado por tan excepcional panorama, iba a ser capaz de acuñar una definición medianamente aceptable de esta Fiesta con "F" mayúscula. Ahí va el resultado... Nada.

Hace ahora cinco años brindé con el nieto de Ernest Hemingway en el salón del Hotel La Perla, a pocos metros de donde el Nobel robó una alpargata a un chaval que le pidió que se las firmara. "Así me aseguro de que no las utilizas", le dijo el escritor.

John, su descendiente, me regaló una especie de aforismo que todavía conservo entre mis notas. Acudo a él y lo releo a modo de consuelo cuando me topo con esta maldita nada en la que concluyen mis intentos por dar significado a la Fiesta.

-¿Por qué tu abuelo viajó a Pamplona tantas veces?

-Porque le daba la oportunidad de arriesgar su vida cada mañana.

Lo dijo con voz cavernosa, a media tarde y con resaca. Él lo llamó "voz Pamplona". Después, el silencio. Cuando le pedí una explicación, añadió: "Ernest fue herido de gravedad durante la Gran Guerra, en 1918. Vio la muerte de cerca, que le seguiría rondando en todos los conflictos bélicos que presenció. Esta ciudad, en su primera semana de julio, da a cualquier hombre la posibilidad de arriesgar su vida cada mañana. Mi abuelo encontró lo que necesitaba".

Es verdad que Hemingway no concibió los sanfermines como un baile con la muerte en carne propia. Apenas corría el encierro y fue multado por agarrar de los cuernos a una vaquilla -así se lo contó él mismo al escritor José María Iribarren-. Un gesto asociado con la cobardía ahora y entonces.

Pero la frase de John significa mucho más. En San Fermín, el escritor se dio de bruces con una realidad que nace y muere violentamente, donde la sensación de lo irrepetible palpita con una fiereza inusual. El folio en blanco se inunda y se vacía sin apenas esfuerzo, como si la literatura se fusionara de pronto con el periodismo: narrar lo que sucede... es suficiente.

No se trata de un mero disfrute libresco. San Fermín es lo que no cabe en las novelas ni en los periódicos, aquello que sulfuraba al personaje de Camus: una existencia demasiado verdadera como para poder encerrarla -fielmente- en un puñado de sintagmas. Las páginas alumbradas por el 7 de julio son las hojas que caen con el otoño. Se parecen, en la forma, a las de la primavera, pero no huelen igual.

Una vez escuché a alguien decir que cada pamplonés alberga en el estuche de su corazón una escena ocurrida en la Plaza del Castillo. Lo mismo sucede con San Fermín. Siempre hay un instante que refleja esa "oportunidad para morir -y renacer- cada mañana".

Los churros en La Mañueta tras la primera noche fuera de casa, el beso en una esquina de aquel bar de la calle Jarauta, el descubrimiento de las Dianas, los encierros no corridos, la siesta en la hierba de Caballo Blanco después de la batalla, el amor de verano nacido a la luz de los fuegos artificiales, el sexo irreprimible y desordenado en la Vuelta del Castillo, probar el kalimotxo con kiwi, el frío de los escalones de la plaza cuando van a dar las ocho, el abrazo con el amigo que recorrió miles de kilómetros para verte... esa libertad que parecía arrasar con todo.

Por eso, ahora que no está... Duele.