Existen escritores malditos que sobreviven al ataúd muy a su pesar. Son esos que empuñan la pluma para levantar una metáfora genial justo cuando iban a rebanarse el pescuezo. Atraviesan el presente sin ánimo de notoriedad. Se narran cada mañana como quien se ducha y tiran de la cadena tras el último punto. No hay archivo ni carpeta. Sólo un fuerte destello; y luego, el silencio.

Estos días ha caído en mis manos uno de ellos, quizá el mejor de los últimos cuarenta o cincuenta años: José Luis Alvite (1949-2015). Periodista y empleado de banca. Murió de cáncer hace un lustro. Su talento le ha granjeado una nave de Baco repleta de seguidores. Esos me recriminarán: “Pero, ¿cómo no habías leído antes a Alvite?”. Aunque la gran mayoría, por desgracia, preguntará: “¿Quién narices es Alvite?”.

A esos últimos dirijo estas líneas. Para que hagan, como yo, la transición hacia el primer grupo. Los párrafos de Alvite, uno sobre otro, han construido un andamio que me ha permitido, en este confinamiento pandémico, mirar hacia un lugar mejor. Descubrir a un maldito es uno de los mayores placeres de la literatura. Sobre todo cuando se trata de un maldito sin impostura, que se lanza al folio en blanco convencido de que sus criaturas jamás resucitarán.

Los libros de Alvite son un milagro. Él nunca los quiso. Cuenta Carlos Herrera -que lo arrastró a la fama de la radio- cómo este gallego de barba cana y mirada de otro siglo “rompía en mil pedazos” todas sus crónicas una vez publicadas o emitidas.

Por eso, cuando algunos de sus admiradores hilvanaron su primera obra, él añadió a modo de descargo: “Soy un tipo en cuya biografía lo más interesante es la fe de erratas. No ocurren grandes cosas en mi vida. Tendría que asesinar a mis hijos para llenar la solapa de un libro (…) Lo mío en el periodismo fue siempre como escribir con una goma de borrar. Jamás guardé uno de mis trabajos. No me importaría escribir en un papel en llamas”.

José Luis Alvite.

José Luis Alvite. Ézaro

Y ese libro se llamó Historias del Savoy (Ézaro, 2004). Aportó el epílogo David Gistau, que a punto estuvo de “llamar a la policía” tras leer a Alvite. Lo definió como uno de esos tipos que se encaraman a una cornisa, miran abajo y, ante la duda de saltar o escribir, deciden… escribir.

Alvite no se entiende sin el Savoy, un antro de mala muerte que abría cada noche en su imaginación. Allí coincidían coristas, matones, pianistas, periodistas, mafiosos, pistoleros, actrices… “Es mi manera de evadirme sin recurrir a las drogas”, confesó.

A todos esos personajes los ponía a bailar en la radio y los periódicos una o dos veces por semana. Conseguía lo que casi nunca ocurre en este periodismo tan enfermo de inmediatez y tan carcomido de política: miles de personas aguzaban ojos y oídos para prestar atención a una historia. Quizá Alvite sea el último gran exponente de la novela por entregas.

Por allí pasaba aquel tipo que “bailaba sin soltar de la mano una maleta con tierra para su propia sepultura”. O aquel hombre que soñaba con ser rico para que, cuando tuviera gripe, “el mayordomo guardara cama por él”. ¿Se acuerdan de Charly? “Murió muy joven, pero estaba tan cascado que su cadáver le doblaba la edad”.

Puede que sepan del suegro de Eddie Malvárez, “tan desconfiado que enviaba por correo las palomas mensajeras”. Qué maravilla esa reunión de noctámbulos agobiados porque a su amigo, que acababa de hundirse en el fondo del mar, el médico le había prohibido la sal. 

Yo, no obstante, me quedo con Terry Shelton, aquella mujer despampanante en cuyo rostro no se distinguían los rasgos de los síntomas. Terry le dijo a Alvite: “A ese hombre le hice aullar en la cama. Algo así un escritor sólo podría describirlo si mandase encuadernar las sábanas”.

El Savoy es el mejor homenaje al pesimismo con el que me he topado. Se trata de un pesimismo luminoso, un cielo desangrándose al fondo de una avenida gris, una melancolía henchida de sueños rotos muy hermosos… que son hermosos por estar rotos. “Siempre pensé que la vida es de una belleza distinta y emocionante si la miras a través de una ventana con los cristales sucios”, apuntó él mismo.

Alvite sacaba el jugo a la desidia, a la traición, a la desesperanza y las adicciones mediante aforismos cargados de pólvora. Esa facultad le condenó al eterno retorno, a la captación del discípulo, a la creación de una escuela. Quiso evitarlo hasta el final. De ahí que cuando vertía una genialidad, apuntara: “Lo he leído en un cuarto de baño”. Y luego escribía… “La distancia más corta entre dos puntos es un bolero. Tomas a una mujer en tus brazos, muchacho, y no tienes que justificarte”. O… “La mejor cualidad de un hombre suele ser una mujer”.

He recorrido las páginas de Alvite -¡vaya hazaña la de Ézaro logrando recopilar y publicar sus artículos!- en busca de un epitafio. De pronto, maldito cáncer, a su tren se le acabó “el humo por detrás y las vías por delante”. Me quedo con este: “Diría que he vivido con arreglo a una visión amoral del mundo, procurando en cada momento aprovechar las rachas de lucidez para convertir en aciertos mis errores”. ¡Viva José Luis Alvite!