Sólo controlamos el futuro. La terquedad del ayer y la calidad más o menos benevolente o traumática de sus sedimentos nos hacen olvidar esta realidad sencilla y compleja. Pero lo cierto es que sólo decidimos el futuro, con paso firme o a tientas, en función de nuestra capacidad de digerir el pasado y de gestionar el presente, que no siempre es un camino de rosas.

Un poco de mesura, ponderación y colaboración se echan de menos en el inicio de la desescalada. Si después de mucho sufrimiento y sacrificio hemos sido capaces de embridar la pandemia, habrá que preguntarse por qué las expresiones más inmediatas del regreso a la normalidad están siendo la temeridad de las muchedumbres y la violencia de los energúmenos.

El gentío se expresa igual de promiscuo en la Barceloneta haciendo abdominales y flexiones, que en Málaga, Madrid o Valencia manifestándose, que a mamporros en Moratalaz, donde unos brutos nos han vuelto a enseñar que la intolerancia y el odio nunca fueron una singularidad territorial.

Hubo un tiempo en que la violencia, más allá de las tanganas del fútbol y las reyertas esporádicas de las verbenas del mal vino, parecía un particularismo de las regiones donde se cuece el separatismo incivilizado. Ahora, sin embargo, asistimos estupefactos a una violencia que se manifiesta mediante insultos y mamporros en las concentraciones de unas gentes politizadas y polarizadas por encima de sus posibilidades. Unas gentes predispuestas, por lo que se oye y se lee, a jalear o justificar lo inadmisible cuando más necesarias son la solidaridad, el entendimiento y la nación, entendida ésta como conciencia colectiva de un futuro y un proyecto común por encima de las legítimas diferencias.

Que las mismas personas que han permanecido recluidas y embozadas frente a la pandemia no tengan ningún reparo en confundirse con la masa habla de una inconsciencia a quemarropa que puede pasarnos factura. Que el hostigamiento y la agresión física se asimilen al ejercicio de derechos constitucionales habla de fallas estructurales en nuestra democracia.

Ambas derivadas convergen en el desprestigio premeditado del estado de alarma, que es el arnés de que disponemos para emprender con seguridad la desescalada. El más grave error en ese camino titubeante hacia la vulnerabilidad futura sería desprendernos antes de tiempo del único recurso que tenemos para gestionar la eventualidad de un rebrote. Sería como caminar por el precipicio sin red de seguridad y, lo que es mucho peor, con la cordada a la greña.