Vaya por delante que la acción de “mentir”, sea en el ámbito ético, moral o político, no siempre está mal vista, como acción reprochable o, incluso, reprobable o, menos aún, punible.

Todo el mundo entiende la necesidad de mentir, lo que se llaman “mentiras piadosas”, en el ámbito médico, o incluso en el familiar (a los niños, a los ancianos, etc), cuando con ello se trata de evitar males mayores.

No sé quién decía que, si a un paciente con problemas del corazón se le dice la verdad de los veintiún mmHg de máxima de tensión al tomársela, pues entonces es mejor mentirle, porque el propio conocimiento podría disparársela a treinta; sin embargo, si se le miente diciendo que tiene quince, es más fácil que termine llegando a la normalidad de los doce.

El caso es que cuando alguien tacha a otro de mentiroso acusa sobre la persona o grupo así juzgado alguno de estos procedimientos de ocultación de la verdad que llamamos mentira, y que suelen producir indignación (si no es “piadosa”), a saber: o bien el mentiroso conoce la verdad, y entonces la oculta diciendo algo diferente de lo que es, siempre con el afán de engañar; o bien el mentiroso desconoce la verdad, pero oculta su ignorancia, diciendo algo que da como verdadero, con el mismo afán engañoso.

En el primer caso el mentiroso sabe la verdad y la oculta, es decir, la falsea (sería lo que, propiamente, llamamos mentira, trola o “bola”); en el otro no sabe la verdad y lo que oculta es su ignorancia, fingiendo conocer la verdad con afán de distraer (es lo que se correspondería, más bien, con un “bulo”).

En el primer caso se falsea una verdad conocida, en el segundo se inventa una verdad que en realidad se desconoce. En ambos casos, sea como fuera, el mentiroso sabe que miente, es decir, es responsable de lo que hace, dado que mentir, a diferencia de ignorar o de errar, es un acto deliberado, consciente, y que tiene como propósito pragmático último engañar (implica, por tanto, una relación que nunca puede ser reflexiva -es absurdo “engañarse a sí mismo”-).

Ahora bien, quien apostrofa a alguien de mentiroso lo que hace, se supone, es descubrir, destapar el engaño, atendiendo a esos dos mismos procedimientos, pero en sentido inverso: bien porque ha logrado conocer la verdad que el mentiroso también conocía, pero ocultaba (falseando la verdad), o bien porque ha descubierto que el mentiroso fingía conocer algo que, en realidad, desconoce (inventándose “la verdad”).

Pues bien, hoy se acusa al Gobierno (desde la tribuna del Congreso, desde diversos medios de comunicación, etc.) de mentir, a propósito de la crisis sanitaria producida por el coronavirus.

Fundamentalmente se dice que miente en dos aspectos, por un lado, en relación a su conocimiento de la situación de alarma, tratando ahora de ocultar las llamadas de atención de distintos organismos internacionales (OMS), para justificar así su falta de reacción primera, cuando si no hizo caso es porque había que mantener a toda costa su agenda ideológica (8-M); por otro le interesa rebajar las cifras de fallecidos y contagiados para así restar, de nuevo, gravedad al asunto, y de este modo no le puedan imputar responsabilidad alguna sobre la tragedia (en el grado penal que sea).

Una doble mentira, en fin, con la que un gobierno, sin escrúpulos, trataría de eludir responsabilidades penales o, incluso, criminales por su negligencia en la administración de la crisis.

Algunos todavía aún van más allá, y apuntan a una responsabilidad criminal “genocida” (gerontocida), que ahora, sin embargo, el Gobierno trata de ocultar (escudándose en unas cifras falsas) para sacar adelante, caiga quien caiga, sus planes ideológicos “totalitarios”.

Y el caso es que esta gravísima acusación no se realiza, sin más, por parte de la oposición (PP y Vox), remitiéndose a las pruebas (unas pruebas que aún no se han dado, salvo por falacia de afirmación del consecuente: “hay muerto, luego hay un criminal responsable: el Gobierno”), sino que es una acusación que viene armada ideológicamente, revestida de “anticomunismo”, como para enfatizar la acusación, de tal modo que ya, ni siquiera, hace falta más prueba: si los comunistas han sido capaces de asesinar a “100 millones”, ¿qué no van a ser capaces de hacer para perpetrar sus crímenes (y después ocultarlos)? Es más, ¿qué son 27.000 fallecidos más, si lo que le importa a un gobierno “socialcomunista” es perpetuarse en el poder?

Y con este bagaje, con “el libro negro del comunismo”, pretenden, desde la oposición, dar por buena la gravísima acusación, ni siquiera hace falta esperar a la resolución de los tribunales, animando a la gente a que desobedezca, y salga a las calles, rompiendo el confinamiento y la distancia social, con el riesgo que ello representa.

Lo llamativo es que parece que funciona: el anticomunismo, en algunos sectores sociales, ha calado tanto como para que, aún con riesgo de un rebrote, y tras 27.000 fallecidos, la gente salga a la calle reclamando “libertad”. De nuevo, la ideología, aunque varíe el tema, se impone a la prudencia.