Esta pandemia destroza vidas, asola economías, cercena derechos, atemoriza a las gentes… cualquiera diría que sólo una cierta incapacidad para asimilar la realidad permanece inalterable pese al desastre generalizado. El último ejemplo de tan extendida inconsciencia lo ha dado Rafa Nadal, a quien todos admiramos por su palmarés y por su simpatía.

El mejor tenista del mundo detesta la nueva normalidad y lo que quiere es la "normalidad de antes": un anhelo expresado con énfasis de match point en una entrevista que ha hecho las mieles de odiadores contumaces o circunstanciales.

Lo que Nadal ha expresado con naturalidad es uno de los cánones de nuestro tiempo: el de la frustración que deviene de la incapacidad para asumir que no afrontamos sólo una amenaza, un cataclismo. La incapacidad de comprender que esta enfermedad no es algo muy malo que te puede suceder si estornudan al lado, sino algo terrible y siniestro que ya nos está sucediendo a todos. No se trata de regocijarse en el derrotismo, sino de gestionar el presente sin renunciar al principio de realidad y sin dar pábulo a una desconcertante superficialidad.

Nadal no ha dicho algo distinto de los que todos hemos pensado o expresado con mayor o menor desparpajo. Pero no por ello deja de ser un absurdo: que me devuelvan el pasado, nada menos.

Mientras muchos ciudadanos enferman y se arruinan, otros se enfadan porque las franjas horarias para salir al running encajan mal con sus horarios o con sus biorritmos. Mientras mucha gente muere, la economía se hunde y los países toman decisiones a tientas, sin más guía que una rudimentaria metodología de prueba y error, muchos ciudadanos se quejan porque no saben qué hacer con los chiquillos tantas horas en casa.

Otro tanto sucede con quienes, encastillados en el mundo de ayer, critican que el aforo permitido o las condiciones profilácticas exigidas para reabrir sus negocios les condena a una dificultad insoportable en el desarrollo de su actividad. Como si las restricciones, limitaciones y rigores sobrevenidos fueran decisiones arbitrarias, en lugar de instrucciones de supervivencia.

La misma insolvencia e idéntico egoísmo se expresan en el debate en torno a la pérdida de derechos y libertades que ha implicado el confinamiento y la desescalada.

No se trata de problemas menores, claro, pero en comparación con la magnitud de esta crisis así lo parecen. Es como si el enfermo al que ingresan, curan y cuidan porque su vida peligra lamentara no poder ir al cine. Como si los auxiliados en medio de un incendio criticasen que los bomberos le han derribado la puerta a hachazos. O como si el pasajero de un barco engullido en un naufragio denunciara que la salobridad del océano le estropea los zapatos de piel vuelta.

Esta desmesura en la atención de las incomodidades y desgracias particulares es oportunamente azuzada por quienes, acaso conscientes de su propia incapacidad, fían su futuro más en el aprovechamiento inescrupuloso del malestar generalizado que en aportar soluciones.

Si partiéramos de la fe, de alguna fe, diríamos que Dios castigará tanto egoísmo redoblando la embestida de la pandemia. Como somos ateos, y por tanto braceamos entre el escepticismo y la presunción de vulnerabilidad, sólo podemos concluir que tan mala como esta crisis es la sociedad infantilizada donde se propaga.