Tres, a lo sumo. La primera vez que escuché que nuestro paseo terrestre en realidad era breve lo acababa de decir mi madre, que sonreía un tanto enigmática, como si supiera que nadie iba a creerla: “¿20 años? 20 años son como la canción, hijo: nada. Se van en dos minutos. Tres, si tienes suerte”.

La vida es corta, sí, aunque solo percibamos esa sensación cuando tememos por la nuestra, o cuando nos ha rozado una tragedia. Pero lo es mucho más en tiempos del Covid-19, esa catástrofe planetaria que nadie vio venir, a pesar de que asomó, amenazante y misteriosa, su resplandor durante muchas semanas. Ya lo abarca todo: nos ha conquistado, nos ha transformado. En su camino hacia la devastación del mundo anterior, a más de 220.000 personas les ha robado muchos años de vida. A algunos, tantos como veinticinco. A otros, incluso más.

En 25 años uno puede ver crecer a sus hijos, verlos casarse e incluso divorciarse después; convertirse en abuelo, que lo echen del trabajo y llegar a la conclusión de que la vida se fue sin avisar, y con tantos encargos, personales y ajenos, aún por hacer. Ese tiempo imperfecto a miles de personas se lo han arrebatado, y se lo han cambiado por un confinamiento en la más absoluta soledad, convirtiendo el tránsito al futuro que exista, si existe, en uno de máxima crueldad.

Alguien tendría que averiguar si esto es normal, como sugiere el historiador Timothy Snyder, que subraya que “somos animales” y que, por tanto, nos exponemos a contraer enfermedades. O si era no solo lógico, sino también previsible, como contaron Bill Gates o la profesora de la Universidad de Edimburgo Devi Sridhar hace varios años; como señalaron, sí, otros muchos expertos, que insisten en que siempre ha habido pandemias -el sida, la peste negra, la gripe española, el sarampión, la viruela…-, y que ésta es “solo una más”.

Pero también sería bueno saber qué habría sucedido si nos hubiéramos enfrentado al virus con nuestras mejores armas: sin la arrogancia de creer que nunca llegaría a nuestro territorio; con la solidaridad de ayudar a un país a miles de kilómetros; con el nivel de prevención que debió haber existido en todas partes; con la Sanidad elevada a lo que verdaderamente es: el lugar donde todos nos jugamos la vida, donde 25.000 ciudadanos en nuestro país, oficialmente, han perdido la suya. Somos una sola humanidad, señala el sacerdote Arturo Sosa. Sí, es cierto, pero eso lo hemos visto demasiado tarde, como la pandemia.

Ahora, por supuesto, nadie quiere tener la culpa. Aquí, en esa pelea que se eterniza y que tanto daño hace, el PP responsabiliza de nuestras nefastas estadísticas al Gobierno. El Ejecutivo, por su parte, se blinda en su fe, y se cree tan infalible y capaz como un dios. O casi. Fuera de nuestras fronteras, que permanecerán cerradas durante mucho tiempo, los suecos ensayan su propio sistema de “responsabilidad colectiva”, que requiere riesgo y compromiso; los británicos huyeron, seguramente tarde, de la ilusión de la inmunidad de grupo; ni siquiera en un país que hace tantas cosas al revés puede funcionar.

Lejos de aquí, un presidente se preguntó delante de la Prensa si no sería bueno inyectarse lejía, y su rival electoral tuiteó a sus seguidores poco después: “Nunca pensé que escribiría esto, pero por favor no coma lejía”. Trump tiene tanto peso en algunos confines de su poderoso país, o algunos ciudadanos un conjunto tan reducido de neuronas, o las dos cosas, que Nueva York registró más de un centenar de envenenamientos con desinfectante tras el consejo del líder de la primera potencia mundial. Pero él tampoco quiere deudas morales, así que mantiene que la culpabilidad de la dramática curva de Estados Unidos hay que arrojársela a su gran rival comercial, China, y a la Organización Mundial de la Salud.

Los responsables de la OMS tampoco quieren que se les señale: “Advertimos de la emergencia sanitaria en enero, pero nadie nos creyó”, explican ahora. Pero evitan agregar que, en su declaración del día 30 de ese mes, elogiaron la actuación de las autoridades chinas y afirmaron que, “por el momento, la OMS no recomienda aplicar más medidas restrictivas a los viajes o al comercio”. Sí, nadie los creyó, pero ellos tampoco creyeron lo que se nos venía encima.

Explica Fernando Valladares, científico del CSIC, que vendrán más virus en el futuro porque “somos el doble de gente y tenemos la mitad de ecosistemas” que hace tres décadas. Y que la única defensa que tenemos ante otras pandemias potenciales está en eso que seguimos destruyendo cada día: la naturaleza.

La vida, antes del Covid-19, no se extendía mucho más allá de dos minutos, ya lo decía mi madre con todo criterio. Ahora, en este mundo alucinado por un patógeno invisible que ni siquiera está vivo, no llega a tanto.