Durante la primera semana de confinamiento tuve miedo. No ya por el virus, que también, sino por la posibilidad de que la tristeza me visitara. Me refiero a esa tristeza insoportable, duradera, que te nubla la vista y la vida.

No se lo confesé a nadie porque ya sé lo que me habrían dicho: eres alegre, tienes proyectos, generas soluciones. Ya, pero esa es la mujer sin pandemia. En esta situación de encierro somos otros, no sabemos cómo nos comportaremos mañana porque nunca ha habido un mañana similar.

El caso es que, tres semanas y pico después, ando más segura, mi ánimo se ha mantenido impertérrito ante los días nublados, las broncas con mis hijos y algo que ha parecido ser el maldito bicho en versión amable.

Me atrevería, incluso, a decir que ando bastante contenta. El agradecimiento constante por la buena salud tiene mucho que ver, estoy segura, pero hay otro factor que me salva el lado emocional a cada momento y es sentir que aporto algo a estos días extraños y sin sentido.

Desde esta columna que entretendrá durante tres minutos a alguien; impartiendo talleres que normalmente son presenciales y ahora reúnen a mis alumnas vía internet (bendita tecnología); con mis sesiones de coaching, también vía Skype; a través de las letras de lo que será una nueva novela; con directos de Instagram charlando sobre lo divino y lo humano con todo aquel que quiera compartir un rato divertido. Y todo me parece poco. Ojalá menguar el sufrimiento de quien ha perdido a alguien, poder mitigar la ansiedad de quien llegó a esto ya tocado, cortarle las manos al maltratador, agradecer inmensamente a todos y cada uno de los que nos curan, nos alimentan y nos procuran la supervivencia.

Hay mucha más gente aportando desde sus cuatro paredes: clases de gimnasia, sesiones de yoga, charlas sobre nutrición, conciertos online a todas horas, sinergias que se generan para intentar amortiguar el desastre económico. Lo de los sanitarios y demás ya son palabras mayores, cualquier aplauso se queda corto. Personas que encuentran el consuelo en su utilidad. Ya habíamos oído que uno de los secretos de la felicidad es servir al prójimo, pues aquí tenemos la prueba.

Y en esas estamos, cuando te enteras de que una panda de seres, de esos que denominan influencers (porque se ve que influyen, o algo) deciden que lo mejor que pueden hacer cuando llega la tormenta y se quedan sin justificación para enseñar modelo tras modelo y pintalabios tras pintalabios, es soltar una sarta de gilipolleces sin parangón. Que si el agua no hidrata, que si debemos sanar nuestras células con la mente y pasar de las vacunas.

Me entra dolor de cabeza solo de pensar en ellas. Nos pasa a muchos, menos mal. Algunas de las insensatas tienen edad de ser mis hijas y no puedo evitar plantearme qué haría yo si mi descendencia mostrara tal falta de respeto hacia el mundo en general y hacia sí mismas en particular.

Alguien debería contarles a esas criaturas que un gran poder conlleva una gran responsabilidad, ya lo dijo el tío de Spiderman. El poder te lo dan el mogollón de seguidores que tienes por alguna extraña razón. La responsabilidad debería obligarte a algo muy simple: ayudar si puedes y cerrar el pico si no te ves capacitada para ello.

De capacidad andáis justitas, a los hechos me remito. Echadle un poco de dignidad al asunto, reconoced que no hay manera de generar contenido adecuado a las circunstancias y aprovechad el tiempo para leer, ver una serie o rascaros la barriga en vuestro sofá de diseño, pero por favor, no molestéis, algunos están trabajando.