En la noche del pasado jueves, dos guardias civiles que acudían a despejar una calle bloqueada con varios contenedores sufrieron una agresión en Alsasua. Ocurrió en el marco de la fiesta de los quintos de Santa Águeda —una de tantas similares que siguen formando parte del calendario festivo tradicional, aunque ya no haya servicio militar ni por tanto quintos— y en el transcurso de unas celebraciones prolongadas hasta entrada la madrugada.

Como consecuencia, los dos agentes han resultado con heridas leves que precisaron atención médica y uno de ellos ha tenido que tomarse una baja. Estos son los hechos más o menos objetivos. Puede añadirse que la agresión la llevó a cabo un grupo de jóvenes, de los que cinco han sido identificados y uno está detenido e imputado por atentado a los agentes.

A partir de aquí, resulta llamativo el tratamiento que recibe la noticia por los diversos medios. Para algunos, ni siquiera es noticia: o no se da cuenta de los hechos o se hace de manera marginal y minimizando todo lo posible su trascendencia. Para otros, se trata de una emboscada, un intento de linchamiento o, sin más, de un segundo caso Alsasua, reedición de la paliza que recibieron en un bar nocturno dos guardias civiles y sus parejas.

Un incidente calificado en su día por los tribunales, en sentencia firme, como atentado a la autoridad sin agravantes de odio ni de abuso de superioridad, aunque en una primera sentencia sí se apreciaron estas y en la imputación inicial se planteó un delito de terrorismo. Como es sabido, por aquella agresión cumplen pena de varios años de prisión algunos de los implicados. Hay quien sigue hablando de terrorismo. Otros, de pelea de bar.

Al observador desapasionado, o que intenta serlo, si esto es posible en este tiempo y este lugar, le parece que hay demasiada ansia por un lado en presentar los hechos a la luz más tremenda posible, con una intención que cabe presumir; pero también hay excesivo afán por negar lo evidente y silenciar lo ocurrido en quienes no ven nada de particular en la reiteración del ataque tumultuario a guardias civiles, en un pueblo donde se celebran festivales para denigrar al cuerpo al que pertenecen y del que ha tenido que marcharse, estigmatizada, la novia de uno de los que se vieron envueltos en la ya famosa pelea de bar. Alsasua y sus vehementes muchachos se convierten así en síntoma y piedra de toque de una situación compleja y potencialmente explosiva.

Será imposible alcanzar posiciones de entendimiento que nos permitan superar dinámicas de confrontación y odio si a la mínima chispa que brote alguien está siempre ahí dispuesto a rociarla con profusión de gasolina.

Pero se propiciará una nociva y peligrosa sensación de impunidad, que puede degenerar en impulso e incentivo a la violencia, si se le quita importancia a lo que no deja de ser una señal alarmante: un Estado no puede permitir que en ninguna porción de su territorio se convierta en deporte patear a quienes lo representan y tratan de hacer valer sus leyes. Aunque las lesiones sean leves y no se aprecie, como no consta aún aquí, una acción premeditada y organizada.

Puede que no haya sido gran cosa, pero lo normal sería que quienes forman el gobierno de España manifestaran su respaldo a los agredidos. Sin exceptuar a quienes están ahí por partidos que se apuntaron en su día a la teoría de la pelea de bar.