El periodismo machista siempre sale a flote, como la mejor basura. Son décadas ya leyendo cómo la prensa marca a mujeres excepcionales con la rúbrica de “la esposa de”; son cientos de jornadas de sonrojo observando los dispares cánones de belleza que se aplican a hombres y mujeres presentadores de televisión -La Sexta, ustedes lo saben, es el paradigma-; han parecido siglos de reportajes hipersexualizadores sobre profesionales brillantes, de preguntas sexistas sobre maternidad y conciliación, de guiños lúbricos, pretendidamente pícaros y repugnantes de Pablo Motos a sus entrevistadas. Que si la lencería, que si el perreo: qué larga la náusea.

Se me ha hecho bola que ninguna mujer gorda sea considerada jamás “chica del tiempo”. Alguien debió avisarnos a las niñas cándidas cuando estudiábamos Periodismo que la vida -como decían en Pequeña Miss Sunshine- iba a parecer un puto concurso de belleza detrás de otro.

Es la baba verde que deja tras de sí esa prensa misógina que aún repta e influye, que aún bromea y señala, que aún convierte este oficio en la tasca sudorosa de allá enfrente, llena de señores salidos y tristes que huelen a cerrado y dan tumbos por la barra buscando a un último idiota que les ría las sobradas.

Lo hemos visto esta semana, cuando El Mundo redujo a una comunicadora tan sobresaliente como Ana Pastor a esa “becaria en chanclas de Ferreras” que ahora dirige un “emporio”, provocando un espeso bochorno hasta dentro de las propias filas del medio. Normal. La dignidad es un intangible que sale caro y que apenas importa a nadie ya en esta era nuestra del click.

Pensé primero en lo improbable de que un periódico serio se refiriese a un magnate de la comunicación, por ejemplo, a Iñaki Gabilondo, como el “becario en chanclas” de nadie. El prestigio de los hombres es hueso duro: se explica siempre de forma muy diáfana, muy transparente, con fórmulas aduladoras del tipo “toda una vida labrándose el respeto”, “es un histórico de” o “su trayectoria incuestionable”. Pero del éxito de las mujeres se sospecha, incluso en oficios como el de Pastor, donde se bate siempre cara al público y nos demuestra una y otra vez su valía.

Esta acusación, desgraciadamente, viene a veces también de otras mujeres: recuerden aquella terrorífica afrenta de María Jiménez a Ana Rosa Quintana, en riguroso directo, al preguntarle que a quién se la había chupado para llegar hasta ahí. Parece que no nos salen las cuentas. ¿Qué hace una mujer ocupando un puesto de responsabilidad que podría ocupar un hombre? ¿Qué clase de brujería es ésta: qué as bajo la manga; qué lío de alcoba?

La palabra “becaria” también me hizo sonreír amargamente. Es un concepto-fetiche para los caballeros, radicalmente sexualizado, que responde a la misma fantasía que el arquetipo pornográfico de la “colegiala”. Desde que tengo memoria laboral, he visto a periodistas machos frotarse las manos al llegar la primavera: por fin vendrán las lindas becarias, jóvenes y estúpidas, impresionables pero coquetas, inocentes y chispeantes como ninfas; por fin vendrán con sus rodillas huesudas y sus vestidos frescos, con su miedo primerizo a la selva de una redacción, con sus tiernos deseos de encajar; por fin vendrán sin voz y sin voto, sin autoridad y casi siempre sin respeto, para que estos perros viejos vuelvan a sentir su entrepierna muerta.

Las becarias son un sueño testosterónico porque se desarrollan bajo dos miradas discriminatorias: la cuestión de clase y la cuestión de género. Ahí los veteranos pueden desenvolverse sin sacar a la luz todas las podridas inseguridades que se evidenciarían ante una compañera de su edad, curtida en la batalla: a la becaria puedes darle complicidad para que se relaje y que te sea más fácil tontear con ella; puedes prometerle que le enseñarás los entresijos del oficio; puedes tutelarla y desfogar tu mediocridad a fuerza de discursos paternalistas; puedes piropearla sin que rechiste; puedes, incluso, llevar la infamia aún más lejos y meterle mano en unas cañas después del curro.

Un día -si has dormido mal y te duele el cuello- puedes gritarle, minusvalorarla, tratarla de idiota. No dirá nada. No puede. Es el eslabón débil. Es curioso que esta relación de abusiva verticalidad se celebre contra ellas, y nunca tanto contra ellos: jamás he escuchado a un corrillo de periodistas mujeres relamiéndose porque viene una nueva hornada de "becarios" con los que acostarse. Es impensable. 

Me contaba una amiga periodista que cuando era becaria, un periodista sénior les dijo a otra compañera y a ella que necesitaba una “chica intrépida” para una misión. Adivinen de qué se trataba: de meterse en la vagina un vibrador teledirigido con mando para que él pudiese escribir sobre el producto. Esperen, esperen: como venga el Me Too de las becarias no va a quedar títere con cabeza en este país. Espero que ellos aún no hayan muerto y que nosotras vivamos para verlo.