Me comentaba esta mañana una amiga que, desde hace unos meses, cuando sale de su casa, el portero del edificio vecino la saluda muy amablemente. Todo empezó con un "Hola, buenos días", evolucionó añadiendo un "Sara" a la frase y la semana pasada le contó que había estado un mes de vacaciones en su Venezuela natal.

Sara me relataba esta historia contenta porque, desde que salió de su pequeña ciudad, tenía la impresión de que en la gran urbe la gente no habla con la gente, nos cuesta saludarnos al cruzarnos por los pasillos, al entrar en el ascensor. Yo recordaba el primer episodio de la serie Modern love: sin hacer spoiler os diré que el portero se convierte en alguien importante en la vida de la protagonista.

Me he dado cuenta, charloteando con mi amiga, de que una de las cosas que me encanta de mi barrio son los saludos del frutero de enfrente, de los chavales que regentan el bar de la esquina, de los conocidos que, por casualidad, frecuentan la cafetería de moda que han abierto a dos puertas de mi casa.

No son las palabras: es la sonrisa, es la calidez. Les conozco, me conocen. Existimos los unos para los otros y eso es bonito.

Se acerca la Navidad y parece que se nos reblandece un poco la coraza, tenemos la excusa perfecta para entablar una miniconversación con cualquiera. Las vacaciones, el frío, los regalos, los propósitos. Y la felicidad. Feliz esto y feliz lo otro. De eso va la vida, supongo, de desear la felicidad, sobre todo para uno mismo por aquello de que no podemos controlar las voluntades ajenas, pero sí la propia.

Pero qué difícil plantearse la dicha suprema si caminamos con la vista clavada en el suelo, inmersos no en un diálogo interno (ojalá), sino en un remolino inmenso de obligaciones y comeduras de tarro. No es mala educación, es que no te digo nada porque la lavadora mental me impide verme a mí y a quien tengo enfrente.

No me gusta mi casa porque es oscura, no soporto a mi jefe, he engordado cinco kilos, estoy hasta las narices de mis hijos adolescentes, no me da la vida, tengo que ir al súper, llamar al pediatra, acabar ese informe, teñirme el pelo, tengo mucho sueño. Y vuelta a empezar: no me gusta mi casa porque...

Cuántas veces, atravesando una calle por enésima vez, hemos descubierto un ventanal maravilloso que siempre ha estado ahí, una tienda nueva que no es nueva, lo guapo que es el chaval de la panadería. Vamos en el coche y, cuando la canción que suena en la radio está a punto de terminar, nos percatamos de que nos encanta porque nos recuerda aquel verano tan divertido. Ay, qué pena no haberla escuchado desde el principio, pero es que estaba muy ocupado pensando en algo que no puedo resolver ahora mismo, ni nunca.

No saludamos porque no nos saludamos, ni más ni menos. Y el día en el que alguien te dedica una sonrisa de buena mañana, o te sirve el café preguntándote cómo estás, si andas medio receptivo, notas una chispita de gusto en el alma que quizás mute en un poco de ese aquí y ahora del que tanto se habla últimamente. Atención plena a esto que somos, a nuestros deseos y al que tenemos al lado, sean hijos, compañeros de trabajo o florista.

Ser conscientes nos arranca del puñetero ensimismamiento, ayuda a domar al mono loco que tenemos casi siempre por cerebro. Ya que es mío, que haga lo que yo quiero, que solucione, que me ayude a encontrar la casa de mis sueños, que es una con mucha luz; a cambiar de trabajo; a organizar mi menú y convencerme para que vaya al gimnasio; a no tomarme tan a pecho las salidas de tiesto de mis chavales, porque yo también tuve quince y no me aguantaba ni yo; a resolver que comprar por internet ahorra tiempo que es lo que me falta y así podré ir a la peluquería más a menudo y dormir más.

Digámonos hola, que es Navidad y a ver qué pasa.