Una de las mayores preocupaciones de quienes se expresan en los medios de comunicación es lo terrible que sería tener que acudir a las urnas en la primavera del año que viene. Probablemente refleja una preocupación real de los votantes, aunque no estoy tan seguro de que un par de procesos electorales al año sean una carga demasiado pesada para las arcas públicas ni una molestia insoportable para quien tiene que depositar el voto en un lugar cercano a su domicilio. Pero ante el tópico de la “ingobernabilidad” parece obligado el poner un mohín de disgusto.

La excesiva frecuencia en este ritornello electoral tiene, como todo, ventajas e inconvenientes. Así, y de forma más palmaria, lo primero que viene a la mente como inconveniente es que la repetición de elecciones lleva aparejado un gasto que sería mejor destinar a otros fines. Sin embargo, los 280 millones de euros de coste de un par de elecciones al año parecen un problema menor, y más si se tiene en cuenta que el reverso de ese inconveniente es una ventaja muy superior: el gasto público queda congelado, algo que en etapas expansivas de la economía es lo mejor que puede suceder.

Otra desventaja, se suele decir, es el desprestigio en que incurren los partidos políticos al no ponerse de acuerdo para formar gobierno y mostrar así que los motivos para ello tienen que ver más con egoísmos personales que con lo que le convendría al conjunto del país.

A esto se le pueden formular dos objeciones. La primera es que los partidos políticos están tan desprestigiados que ya prácticamente nadie suspira por que vuelvan al esplendor que una vez tuvieron (principio de la democracia) y que no tardaron mucho en perder. La otra objeción es que del desprestigio de los partidos se desprende un subproducto que pudiera ser saludable pero que tarda mucho más en producirse de lo que cabía esperar: que, con la desilusión, se empiece a entender que la política no es un sacerdocio ideológico (aunque aparezca revestido con sus ropajes) sino una profesión más, no muy diferente de la de los administradores de fincas o de la de los antiguos guardias de la circulación.

Es decir, la política es una profesión como otra cualquiera, en la que se compite con los mismos mecanismos que en cualquier empresa, excepto por una particularidad: que la selección final no la hace un jefe de personal o un comité de recursos humanos sino el sufragio universal. Esa peculiaridad la expresa como nadie la Declaración de Independencia de los EEUU: “Los pueblos instituyen los gobiernos, que derivan sus justos poderes del consentimiento de los gobernados”.

Ese consentimiento es la base de la democracia y de ahí deriva el mandato para que alguien gestione los asuntos públicos. Y nada más. Los políticos no son los depositarios de un sacerdocio especial sino simples gestores que utilizan un temario ideológico (que no otra cosa son los programas electorales) para atraer el voto, aunque después a todos ellos se les superpongan los dictados del pragmatismo y de los imperativos de la gestión: quien tenga dudas sobre esto puede preguntar a Tsipras en Grecia o, si viviera, a Mitterrand en Francia. Y es que ningún partido político puede dejar el país al final de su mandato peor de lo que estaba, en términos de pura prosperidad, al inicio de su mandato, so pena de ser castigado por ello en las siguientes elecciones.

¿Y qué sucede cuando hay que intentar elegir al gestor de los asuntos públicos con demasiada frecuencia como ahora? Pues sencillamente que eso refleja la división ideológica y el poco pragmatismo que recorre España en estos momentos, algo de lo que nadie en particular tiene la culpa: hay ocasiones en que parece que el pueblo soberano está inspirado por el Altísimo y toma decisiones electorales sabias y otras en que se comporta de manera indecisa y titubeante, como en la actualidad. Si para que se decida por uno u otro gestor público hay que repetir las elecciones, no pasa absolutamente nada. También hay ocasiones que se decanta por mayorías absolutas o suficientes que terminan en un rotundo fracaso.

Cuando se habla de fracaso, se entiende aquí que hablamos de fracaso económico, o lo que todo el mundo entiende por él: aumento del desempleo o de la inflación; del déficit de la balanza por cuenta corriente, que lleva a una devaluación de la moneda o a una huida de capitales…

Y es que uno de los principales temores de la mayoría de quienes opinan en los medios de comunicación habitualmente es que la falta de un gobierno sustentado por una mayoría estable lleve a un deterioro económico que de otra manera se podría evitar. Esta preocupación ha sido asumida también por los líderes políticos en la campaña electoral, cuando, con una mueca de disgusto se les ha escuchado mencionar la desaceleración económica

En su boca, la queja ha sonado algo farisaica ya que, tras advertir del peligro de la desaceleración, se les escuchaba argumentar que solo ellos con un gobierno mayoritario serían capaces de abordar satisfactoriamente los “retos del futuro”. Todo ello dicho por líderes sin experiencia de gestionar prácticamente nada y mucho menos “una desaceleración económica”.

Por eso, los resultados electorales no deberían preocupar a nadie más allá de lo que sus preferencias ideológicas les fuercen a sentir. No, al menos, en términos económicos.

Y es que España en estos momentos crece a un ritmo algo inferior al 2%. Está pues, como referencia, haciéndolo a un ritmo parecido al de los EEUU y superior al de Alemania (estancada desde hace año y medio) o al del conjunto de la Unión Europea.

El futuro de la economía mundial está en manos de lo que hagan EEUU, China, Japón y Alemania, por lo que preocuparse por la poca capacidad de decidir de un gobierno en funciones como el nuestro o por el permanente empate electoral parece más una falta de preocupaciones graves que otra cosa. Y eso no quiere decir que la situación no sea seria: la economía mundial se desacelera y el comercio global también, lo que puede obligar a quien gobierne, investido o en funciones, a tomar decisiones de gasto importantes, relacionadas con los estabilizadores automáticos (si se produce un aumento fuerte del paro, por ejemplo, los recursos destinados a paliarlo tendrán que incrementarse) o con la aplicación a España de las decisiones que se tomen en Bruselas.

Pero si un gobierno en funciones ha podido aumentar el salario mínimo por Real Decreto, qué duda cabe de que, con concurso o no de la oposición, tomará las medidas adecuadas si tuviera lugar una situación de emergencia económica. Y si no… ya se ocuparía “la Troika” de tomarlas por él.

Pero tampoco hay que ponerse tan dramático. Lo más probable es que la desaceleración económica global no llegue a convertirse en recesión y, si lo hace, se trataría de una recesión ligera, de consecuencias ni de lejos tan desagradables como la de 2009-2010 o la de 2012-2013. Y en todo caso, existen los mecanismos para que se pudieran tomar las decisiones de emergencia que fueran necesarias.

Mientras tanto, poco a poco y elección tras elección, irá retornando el bipartidismo. Aunque, por ahora, se le vea un poco desfigurado.