Escribe Fernando Savater en La peor parte, un libro a la memoria de la muerte de su esposa, que él nunca dejó de preferirla. Luego se embarra: “Por eso no llegaba a ver incompatibilidad entre el amor que nos teníamos y mis caprichos cochinos, mis vacaciones sensuales, los deliciosos complementos que resaltaban aún más desde las sombras el deleite profundo, incomparable, desgarrador a veces, de nuestro entendimiento leal y definitivo”. Hay otra forma más cruda y breve de decirlo: le ponía los cuernos, pero le guardaba la cara cuando se trataba de amor. Bien. No vamos a ponernos moralistas a estas alturas. Fue el siguiente párrafo el que me subrayó en la perplejidad, el que me abrió los labios y me dejó colgada de un pánico hipócrita: “Era la fuerza exultante que ella me daba -repitamos el dictum de Goethe: ‘Da más fuerza saberse amado que saberse fuerte’- lo que me permitía desbordar eróticamente en otras direcciones. Al perderla a ella, he perdido también a todas las demás”.

Esta última declaración me fue reveladora: ¿será cierto que la pulsión del hombre por probar cuerpos nuevos se sustenta en que ya existe un cuerpo -conocido, habitado, amado, quizá ya no tan deseado- que le espera? La fiesta apetece porque existe el hogar, y en el hogar no hay aventuras, sólo un nido construido con palabras -y cafés y edredones y besos templados y termómetros cuando uno está enfermo-. Pero, ¿qué sucede cuando ese hogar ya no está: de quién está escapando uno, de qué se está liberando, qué tipo de orden está transgrediendo? Es perverso: ¿será que nos apetece más acostarnos con otras personas que no son nuestra pareja porque estamos sorteando un obstáculo, porque estamos esquivando un pacto, porque estamos sacudiéndonos la vida que debería ser? Si no hay pareja, no hay trampa. Y si no hay trampa, no hay morbo.

Unos días después de entrevistar a Savater -a quien, obviamente, pregunté por esto-, un reputado intelectual patrio me comentó sus impresiones acerca del libro del filósofo: él creía que, más que de ausencia, estaba cargado de culpa. Que eran unas memorias-expiación. Que Savater lleva dos años como alma en pena gritando su dolor calle arriba, calle abajo, porque no se perdona a sí mismo, porque la gestión de las lealtades depende de un equilibrio oscuro y las traiciones eróticas tienen efecto boomerang y acaban golpeándonos en la cara. Su tesis es que Fernando había disfrutado de sus escarceos confiando en que en su vejez, que es lo que llega ahora, iba a redimirse cogiendo de la mano con cuidado a Pelo Cohete y no pensando en ninguna, en ninguna más. Se acababa la mentira. Se acercaba el tiempo de mirarse: los años de la parálisis, del reúma, de la torpeza física, de las erecciones débiles. Se acercaba la era de la entrega completa, ahora que la anatomía y los juegos pasaban a un segundo plano. Pero llegó la enfermedad y lo jodió todo. El plan se vio truncado. Y el hombre ya jamás pudo resarcirse.

Es una lectura interesante, no sé si cierta. Hace años que pienso en esto: en la idea honorable pero soporífera de estar solo con una persona para siempre. Cuando era adolescente, me tatué en la nuca un extracto de la que sigue siendo para mí la mejor canción escrita en castellano, Y sin embargo, de Joaquín Sabina. Ya saben: “De sobra sabes que eres la primera, que no miento si juro que daría por ti la vida entera, por ti, la vida entera; y sin embargo un rato cada día, ya ves, te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera”. Este himno que es el nuestro, el de los niños descarriados, habla de esa insatisfacción vital que nos hace soñar enfermizamente justo con lo que no tenemos. Lo que queremos siempre está un poco más allá. Somos burro terco y zanahoria imposible.

Es un hastío carnal que nos abarrota la cama de gente con la que, bien visto, no tomaríamos ni un puñetero vaso de agua: será que follar nos agita el espíritu. Nos propone caminos nuevos, aunque no nos interese caminarlos. Nos recuerda en el mercado. Nos reinaugura como seres deseantes y deseados: nos insufla una belleza falsa y agónica, la de la novedad. Follamos con personas que no amamos -y que a veces, ni nos gustan- porque el ego nos está derribando. Luego volvemos, escarmentados sólo hasta la próxima, a un vientre cálido y conocido en el que apoyar la cabeza. A alguien que nos besa la frente y nos pregunta qué hemos comido ese día.

Y sin embargo es un poema de amor furioso, convicto y franco que dignifica la contradicción, que nos recuerda que es humana y entera, traidora y valerosa. Te quiero tanto, pero. Beso a otras, pienso en ellas y no me redimo. ¿Serás capaz de entenderme, de perdonarme una y otra vez, toda la vida? Te quiero tanto y no es suficiente.

Aquí anda la peña haciendo canciones y libros con nuestras paradojas, con nuestras taritas, con nuestro estiércol emocional; buscando eslóganes que justifiquen lo perlas que somos los que amamos grave y raro. Pero seguimos sin encontrar -como sociedad- solución a este entuerto incómodo. Si en un momento de mi adolescencia me divirtió la tropelía, ahora cada vez me genera más repugnancia el engaño sistémico con el que hemos construido nuestro micromundo sentimental, pero el ciudadano medio sigue apostando por ser infiel y por rodearse de cómplices que le cubran -así crece su mancha amarga- en vez de buscar nuevos modelos de amor. Es insostenible tanta infamia. 

En España nadie se escandaliza al charlar sobre unos cuernos, pero ¡ah!, como le preguntes al vecino su opinión sobre las relaciones abiertas: vanguardistas de los cojones, promiscuos, modernos venéreos, viciosos, egoístas, incapaces de comprometeros ni con un cursillo de inglés de tres meses. El problema de estos nuevos romances aperturistas -hasta donde he podido ver y leer- es que uno de los integrantes de la pareja lo acepta sólo porque es el otro quien lo propone y lo desea. Hay uno que sufre, pero cede por no perder al ser amado. Es muy complicado encontrar un equilibrio sano cuando la persona a la que quieres vuelve a casa, huele a otro y el reproche no cabe en el pacto. El terror profundo en ese momento, entiendo, no es tanto que nuestro amor venga de viajar en otro cuerpo, sino que llegue a sentir algo por él y un día no regrese más a nuestro lado. Esta idea tiene grietas, pero es preferible a la mentira. 

¿Somos capaces de amar sin poseer? ¿Estaremos alguna vez tan seguros de nosotros mismos y, sobre todo, tan seguros del otro, sabiendo que el amor nunca ofrece garantías? Pienso en una frase que leí en El retrato de Dorian Gray: “Mi querido muchacho, a lo que ellos llaman su lealtad y su fidelidad yo lo llamo sopor de rutina o falta de imaginación. La fidelidad es a la vida de las emociones lo que la coherencia a la vida del intelecto: simplemente una confesión de fracaso”. Salgo sin hacer ruido y les dejo con la estocada final: “¡Fidelidad! Tengo que analizarla algún día. La pasión de la propiedad está en ella. Hay tantas cosas de las que nos desprenderíamos si no tuviéramos miedo de que otros las recogieran…”.