Lo que se consigue aprobando normas contrarias a la ley es que ninguna ley sea efectiva. Cuando un gobierno da el paso de insubordinarse, invita a que cualquiera se le insubordine. Son razonamientos tan simples como venerables. Ya los exponía hace más de ochenta años Manuel Azaña en La velada en Benicarló, y no sobra recordar que lo hacía a propósito del gobierno catalán del momento. Lo que ocurre es que poca gente lee, menos gente aún lee a Azaña, y entre los que afrontan el ejercicio cada cual entiende lo que más conviene a sus ideas preconcebidas.

Y luego pasa lo que pasa. La inseguridad se ha apoderado de las calles de Barcelona, la alarma se ha extendido entre la población, los comerciantes y los hosteleros -en una ciudad que vive del turismo- y las autoridades presuntamente competentes se echan las manos a la cabeza y se ponen a improvisar medidas de emergencia. Otro tanto sucede en otras muchas poblaciones de Cataluña, aunque no tengan la atención mediática que siempre recibe la capital, con su marca planetaria acuñada a partir del esfuerzo que todos los españoles hicieron para poner en pie los Juegos Olímpicos de 1992. Son demasiados años ya con la cabeza puesta sólo en una cosa, que devora los recursos y los afanes gubernamentales mientras lo demás queda al albur de una inercia administrativa que suele conducir al declive. Son demasiados desplantes ya a la legalidad vigente, degradada a la categoría de ordenanza disponible por el mesías de turno.

El problema del concepto y la condición de mesías es que cualquiera se los puede arrogar, con cualquier propósito, y que su irresponsabilidad resulta contagiosa. Quien ha visto a los que deberían aplicar las leyes desdeñarlas con soltura no tiene el menor estímulo para, llegado el caso en que la ley estorbe a sus intereses, dejar de saltársela olímpicamente. Y la autoridad que ha hecho dejación de sus obligaciones, o las ha ignorado con desfachatez, lo tiene mucho más difícil que cualquier otra para inspirar respeto a los potenciales infractores. De ese precedente explosivo surge una poderosa invitación a delinquir, que a su vez, ante la inoperancia de los representantes del Estado, lleva a la reconstitución de mecanismos tan arcaicos como las patrullas ciudadanas. Expedientes que nos sacan del moderno Estado de derecho para devolvernos a esa sociedad precaria donde surgen las organizaciones de autodefensa de la época medieval.

Quizá este retroceso no sea del todo desagradable para esos que se pasan el día entero invocando lindes y fronteras de la época carolingia para fundar sus aspiraciones nacionales, pero es de suponer que el conjunto de la población prefiere que haya una administración funcional que garantice la seguridad de la ciudadanía en circunstancias más propias del siglo XXI. Sirva este fracaso, como otros, para ayudar a quienes aún se resisten a entenderlo a aceptar que la observancia de las leyes por parte de los que ostentan el poder en una comunidad es la única y la más eficaz garantía de la paz social y del ejercicio, por todos, de los derechos y libertades a los que aspiramos. Allí donde la ley no impera, libertad y derechos sólo los tiene el más fuerte.