De Washington Irving a Ian Gibson o James Rhodes vamos viendo la decadencia de los que nos visitan. Si unos vinieron buscando la leyenda romántica de las gitanas y los bandidos, otros vinieron a decirnos que somos un país de cuneteros y de mataLorcas, y de ahí a James Rhodes, que dice poco pero opina mucho donde le dejan y donde le llaman y donde le tienen en alta estima por su cosmovisión de las cosas de España. Un intelectual de su tiempo o un “surtido de galletas industriales: puro packaging”. que escribió Alejandro Fernández tras verlo aporrear el piano en el María Cristina de Málaga.

Nadie duda de que Rhodes se siente atraído por España, pues que al ínclito pianista le gusta eso de asomarse al balcón y opinar lo mismo de una sentencia del Tribunal Supremo que de lo incómodo que le resulta Vox a sus entenderas de "hombre libre y de pájaro cantor", que diría Max Estrella en Luces de Bohemia. Rhodes está en su derecho de opinar lo que estime conveniente y la Gran Bretaña de mandarnos a sus hijos más preclaros a darnos lecciones de no se sabe qué.

Tiene que haber por ahí fuera un irredentismo con las cosas de España, una leyenda negra que nos tiene entre Francia y Marruecos como una ínsula extraña y cojonera donde se vive bien y se come mejor.  De modo que Rhodes se sabe un Gerald Brenan que, en lugar de irse a Yegen y a Las Alpujarras a percutir Granada y granadinas, da conciertos por la pluriEspaña con un público que lo sigue. Ese mismo público que cree que la música clásica se ha democratizado y que Rhodes es un Chopin majo que toca para el pueblo, que dice palabrotas y que le ha cogido el tranquillo a esta Celtiberia tan entrañable con sus jueces cejijuntos y sus sentencias: con sus ramalazos totalitarios, su cabra en el campanario y su cruz en Cuelgamuros/Abantos.

Los melómanos de Rhodes son como los intelectuales de Ignatius y Broncano, gente de bien, de profesiones liberales que van en bicicleta, que comen pan de masa madre y un Erasmus les cambió la vida en Holanda. A los fans de Rhodes les va la marcha ma non troppo: en Rhodes ven a un Elton John de su juventud que es, en puridad, lo más parecido a Manolo Escobar -qepd- que ha producido el Reino Unido. A la masa crítica le va más un Rhodes que un Calamaro, que Andrés sí que dice las verdades del barquero por cuanto Sabina, desde que volvió de Londres, se ha arrimado siempre al sol que más calienta.

España pasa hoy por patear las rodillas de Montesquieu, a lo Pepe a Messi o a lo Pablo Alfaro a Rivaldo; es un vicio que empezó por Irene Montero y que ya Pedro Sánchez y Carmen Calvo han interiorizado con una facilidad pasmosa. Y a esta burla a la separación de poderes, a esta concepción del Tribunal Supremo como una asamblea del griterío, siempre le sigue un nocturno sostenido de Rhodes.

Rhodes no tiene ni oído ni sentido común, por eso ha caído tan bien en esta España que se airea las miasmas y hace balconing de sí misma.