Mi amiga Sacha interrumpió su baja maternal sólo unos días después de haber sido madre: un contrato en el que llevaba trabajando más de un año se firmaba en Buenos Aires. Así que dejó a su niña recién nacida en brazos de su padre, se puso una inyección para que no se le subiese la leche y tomó un avión a Argentina: no le daba la gana de que el esfuerzo de tanto tiempo fuese rematado sin su presencia.

Mi amiga Susana se tomó un año de baja cuando nacieron cada uno de sus tres hijos: su trabajo le permitía interrumpir su carrera por 12 meses, y  durante ese tiempo cambió el ordenador, las teorías sobre hipertexto y las clases de la universidad por biberones y pañales, tardes en el parque y largos paseos empujando un carrito de bebé.

Ahora que las hijas de Sacha y de Susana son ya mayores, tengo que decir que admiro por igual el trabajo que ambas han hecho con sus familias. Las dos son madres maravillosas, y a la vez profesionales brillantes que han llegado a lo más alto en sus carreras respectivas. Pero lo que me parece más importante es que una y otra fueron suficientemente valientes como elegir el modo de vivir la maternidad ignorando las presiones del entorno. Por supuesto que a Sacha la acusaron de madre desnaturalizada por separarse 48h de su precioso bebé por una cuestión de orgullo profesional, y obviamente a Susana le dijeron que no era buena idea desligarse de su trabajo intelectual durante tanto tiempo seguido.

Pero una y otra, como diría Machado, decidieron escuchar “solamente entre las voces, una”: la suya, la de su voluntad, la de su conciencia. Esa es la verdadera libertad: la que nos permite elegir cómo queremos hacer las cosas. La que nos hace sobrevolar los estereotipos. La que nos mueve a actuar sin tener en cuenta lo que se espera de nosotras.

El problema es que este país está lleno de gente dispuesta a decir a las mujeres en qué consiste ser libre. Son personas que creen estar en posesión de la verdad absoluta, del bálsamo de Fierabrás de lo que es bueno, de la receta de la dignidad y el mejor ejemplo, y en realidad son una pandilla de atorrantes que la mayor parte de las veces ni siquiera conservan el control sobre sus propias vidas.

Hace años esos personajillos eran la tía pesada, la vecina cotilla, la amiga impertinente, y se las toleraba porque sus consejos trasnochados podían esconder la correspondiente dosis de cariño.  Ahora ese papel lo hace cualquiera con una cuenta abierta en Twitter desde la que poder ejercer de monja alférez trufada con don Cicuta, el del Un dos tres. A lo mejor hay que aguantar peroratas de la prima Maripili, que al fin y al cabo es familia, pero no de una desconocida empeñada en señalar el camino en 140 caracteres.

El día que aprendamos a ignorar a esas bandadas de cotorras que creen saber lo que nos conviene, que pontifican, que señalan, que aconsejan desde esa forma de inquisición laica que son las redes sociales, nos habremos quitado un peso de encima. Hasta entonces, ellas andan por el mundo intentando hacer misiones con mujeres como Sacha o como Susana. Tiene tela marinera.