El escrache no es un fenómeno nuevo, pero sí lo es su nombre. En España lo importó de Argentina el populismo izquierdista, que se cree que tiene patente de corso porque habla en nombre de los descamisados, los pobres, los insurgentes y blablablá.

El escrache aterrizó en estos lares hace unos años, cuando tras el 15-M algunos creyeron que valía todo, y ahí siguen: ellos tienen razón y por tanto pueden insultar, amenazar y agredir a todo lo que se mueve.

En Ciudadanos sabemos mucho de escraches porque somos pieza de caza mayor para una izquierda cuyas vergüenzas señalamos sin complejos. El penúltimo episodio escrachador sucedió hace menos de una semana en la pradera de san Isidro, cuando una turba furiosa rodeó a Begoña Villacís en nombre de los desahuciados para cubrirla de imprecaciones. Poco importó que Begoña estuviese embarazadísima, que fuese una mujer sola –ojo, había en la pradera otros dos líderes de Ciudadanos, pero fueron a por ella– o que no tenga capacidad ni para ordenar un desahucio ni para pararlo.

El escrache es una forma de violencia más antigua que la tos: la Kristallnacht no se organizó de un día para otro. Sin embargo, hay cierta benevolencia social hacia el escrachador amparada en la libertad de expresión.

Una señora a quienes los madrileños llevan cuatro años pagando un sueldazo, Romy Arce, puso el grito en el cielo cuando vio que los policías municipales protegían a Begoña Villacís de la acción de quienes la amenazaban. Menos mal que lo hicieron: viendo las maneras macarras de la banda escrachadora, si no llega a haber fuerzas del orden aquello hubiese terminado en drama, pero para Romy Arce había que dejarlos actuar libremente y luego ya se vería.

El escrache es hijo de la cobardía y la violencia, una forma renovada de matonismo de camisas pardas que la izquierda radical alienta e impulsa. El sábado, sin ir más lejos, mis compañeros de Ciudadanos sufrieron otro episodio violento en Lavapiés al grito de “Fuera de nuestro barrio”, y lo mismo sucedió después a la gente de una agrupación de Santiago de Compostela que había osado plantar en la calle una mesa con globos naranja y programas del partido.

Alguien ha convencido a la extrema izquierda de que las calles son suyas, y se creen en el derecho de ahuyentar al invasor. Los chicos de Carmena y Errejón cuelgan pancartas dando la bienvenida a los refugiados, pero no dicen ni mú cuando sus palmeros pretenden expulsar de la vía pública a unos tipos con un pin de un partido que no les gusta.

Alguien debería tomarse esto un poco en serio y alertar del tremendo peligro que supone dar a grupúsculos descontrolados la sensación de que pueden decidir quién tiene derecho a andar por las calles (por sus calles) y quién no. Están colonizando el espacio público con el desparpajo de los caciques decimonónicos o los mozos del pueblo que en los años del hambre tiraban al pilón al de la aldea de al lado si se atrevía a ir a la verbena. Si se les deja, impondrán un pasaporte ideológico para dar garbeos por los barrios.

Se me hiela la sangre al imaginar qué sucedería si todos hiciésemos lo mismo y nos propusiésemos echar de calles y plazas a todo aquel cuyo pensamiento nos es incómodo. Al final, esto no acaba en tragedia porque los que insultan y amenazan son siempre los mismos, y son también los mismos los que se llevan las injurias y los escupitajos.