Se abre el telón de un martes lluvioso. Una sala de espera inundada de cotidianidad. Cuando el ser humano tiene la sensación de estar perdiendo el tiempo, se muestra con crudeza. Olvidado de todo convencionalismo, bosteza, maldice en alto y hace los ruidos que evita en cualquier otro momento. Entonces apareció él. Yo estaba recostado en una selva donde los animales destilábamos egoísmo -tan sólo nos importaba nuestro turno-, pero convivíamos sin amenazar la existencia del prójimo.

Ese hombre de pelo rapado y pantalón ceñido me colocó por vez primera frente al maltrato. Hasta aquella mañana, la mujer víctima era para mí tan real como la muerte. Sabía que estaba ahí, pero nunca me había rozado. Quizá por eso me adherí a la escena como una lapa. Los gestos del agresor me suscitaban una mezcla de repugnancia y curiosidad.

El maltratador no se escondía. Cercaba a su pareja y buscaba dominarla con cada palabra. Ya no era el protagonista de una película. Tampoco el hacedor de un crimen televisivo o el miserable colateral de una novela negra. Había entrado por la misma puerta que yo y estaba sentado justo detrás de mí.

Les miraba por el rabillo del ojo. Le escuchaba a él y acto seguido escrutaba el rostro de ella. Aunque pueda parecer un tópico, él estaba enfurecido porque ella no le llamó tras su última noche de fiesta. No aclaró con quién llegó ni a qué hora se acostó. El primer rasgo que me heló fue la impunidad con la que el tipo se conducía. Yo estaba sentado una fila adelante, pero un señor mayor compartía hilera con ellos.

El maltratador fue incisivo desde el principio, pero violentaba su tono a medida que la mujer se resistía. Preguntaba lo mismo una y otra vez. Tardaba poco en insultar y adoptaba una superioridad moral repugnante, afianzada en la diferencia de género. Fue algo así:

-¿A qué hora volviste?

-No lo recuerdo exactamente, serían las dos o las tres.

-¿Con quién?

-Con mi amiga X.

-¿Y por qué no me llamaste?

-No tenía batería.

-¿Por qué no me escribiste?

-No podía.

-¿No sabes pedir un móvil prestado?

-...

-Claro, tú nunca sabes nada.

-¿Qué dices?

-Lo que oyes, joder, nunca tienes ni puta idea de nada.

El diálogo se repetía en bucle, pero incrementaba su intensidad. La fiereza de él; la inseguridad de ella. Yo también tenía miedo. Lo reconozco. Cuando el acoso se tornó demasiado evidente, la miré. ¿Dónde acababa y empezaba su libertad? ¿Quién era yo para meterme? ¿Cuál hubiera sido su respuesta ante mi pregunta? ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? ¿Eso hubiera servido? ¿Dónde acaba la ayuda y empieza el paternalismo? ¿Cuáles son los límites del derecho de un "cualquiera" a intervenir en una relación voluntaria? ¿Quién protege a tantísimas mujeres en esa situación? ¿Cómo se acaba con esta lacra? ¡Las matan!, recordé algunos titulares.

Tomé una decisión nada valiente, incluso cobarde. "Ponte en medio en cuanto le ponga la mano encima o la empuje". Ni siquiera recuerdo mi última pelea. En el patio del colegio solían ganar los más violentos. Pegan primero, disfrutan los golpes dados y recibidos. Ese cabrón me habría hecho trizas, pero era cuestión de dignidad.

Seguí mirándola a ella. Sin girar demasiado la cabeza por si él me veía. Momento valle. El maltratador se refugió en su móvil y aparcó el acoso. Silencio. De repente, volvieron a fingir normalidad. Mi turno. Abandoné la sala de espera. Al salir de allí, me asaltó esta preocupación: ¿de verdad debe ser la violencia física el ademán que nos subleve? Aquella mañana fue una de las más sangrientas que recuerdo.