En la madrugada del 14 de abril se estrenará en España la octava y última temporada de Juego de tronos. Menos capítulos de los habituales, solo seis, pero muy largos. Por un lado nos quitan y, por otro, nos relameremos más rato. Qué listos son. Poco nos dejan saber del evento televisivo del año, solo lo que les interesa: la batalla de Invernalia se ha convertido en el capítulo más difícil de producir de la historia. Cincuenta y cinco noches (toma ya) de rodaje. Cómo nos vamos a perder semejante despliegue, nos quedaríamos fuera de todas las conversaciones, y eso no nos gusta. Nada. Incluso yo, que lo de no enterarme de nada me la trae al pairo, me forcé a ver un tercer capítulo, aunque el primero y el segundo me habían dejado fría. Maldita sea la hora, yonki para siempre. Ansiosa perdida por agarrarme a la pantalla el 14 de abril y no despegarme de ella hasta que la última letra de los títulos de crédito desaparezca.

Tan listos son estas gentes de los tronos, que antes de que se estrene la traca final, ya nos tienen empapados en tráileres y especulaciones. Los amigos que no la han visto se lanzan sobre la pantalla para ponerse al día. Vamos a ver qué es eso que los tiene a todos alucinados. Porque da igual si eres seriéfilo o no, catedrático de astrofísica o estudiante. Has visto Juego de Tronos y eres adicto. Punto.

Y aquí empieza el maremoto de opiniones: que si no puedo entender cómo el planeta se ha hecho fan de una historia llena de sangre, mutilaciones e intrigas, que si estamos jodidos si tanta violencia y crueldad enamora a cultos e ignorantes, que si las tramas son cojonudas y eso es lo que nos vuelve locos, que el engaño puede ser un signo de inteligencia.

Las que pecamos de superficiales (y realistas) añadimos que los protagonistas están buenos, buenísimos. De hecho, yo sigo devanándome los sesos para entender por qué hicieron lo que hicieron con Khal Drogo en la primera temporada (soy buena gente y no hago spoiler). Las protagonistas también son muy monas, pero qué más da. Lo importante en ellas es que cada vez son más poderosas, más superlativas.

A muchos nos fascinan las estrategias, los lados oscuros de los personajes blancos y los lados tiernos de los cabrones, plantearnos si el fin justifica los medios, si el fin es lícito, quién decide lo que está bien y lo que está mal. Que levante la mano quien no se haya dejado arrastrar por la pasión alguna vez. Quién no ha mentido. Quién no ha cortado alguna cabeza, quizás la propia, para conseguir lo deseado. Todos somos, o deberíamos ser, estrategas en nuestro propio mapa vital. Queremos conquistar un terreno que pertenece a otro: un puesto de trabajo, un amante, un premio.   Y es que todo depende del cristal con que se mire y en el estrato en que te quedes: para unos será la maravilla de una superproducción sin precedentes; para otros los croquis de incestos, sobrinos y nietos; para los fans de las hostias a mansalva, la distracción está servida; para los fans de los culos prietos, pasen y vean. Otros dirán que el mal existe y está entre nosotros: en el dependiente amargado, el vecino ruidoso o el jefe gritón.

Nos convertimos en esclavos de la seducción, de la ambición. Se nos despierta la vena salvaje cuando menos lo esperamos, dejamos de ser quienes éramos. A veces a mejor, a veces a peor. A veces solo a diferente. Los giros inesperados nos mantienen alerta, a nosotros y a esos personajes que no saben muy bien de dónde vienen y mucho menos a dónde van. Engullidos por vorágines varias, parcheamos nuestra existencia como podemos, como mejor sabemos. Nos gustan los juegos y los tronos porque son como la vida, que te deja boquiabierto cuando menos te lo esperas.