Escribo esto en el viernes tarde, Albariño mediante -me perdonen los editores-, en una terraza frente al Teatro Principal de Pontevedra, mientras una larguísima cola de parroquianos aguarda su entrada en la capilla del Cristo de las Tres Gracias: yo pensaba que venían a las charlas de As mulleres que opinan son perigosas -aquí las meigas, hola-, pero ya era mucho pedirle al pueblo, que anda bien deseante en las vísperas de carnavales y ahora mismo no puede perder el tiempo con la igualdad.

Hay al menos cien devotos, no exagero, esperando ver al hombre santo entre las rejas. Una cola digna de Justin Bieber, pero aquí sólo está dios. Me ha contado una señora madura de la mesa de al lado -sospecho que es Chavela Vargas resucitada con su poncho rojo y su porro consumido en el filo de las uñas- que el pequeño rincón sacro se abre una vez al año, ¡hoy!, y a mí, que a veces tengo suerte, me ha pillado cerca para ser bendita en este siglo nuestro del pecado.

No sé si tengo perdón, no sé si lo necesito, pero estoy a un vino más de guardar mi turno: espero que acepten paganas. Igual mi sitio está en O Corpiño, donde los exorcismos, pero de alguna manera me siento a salvo aquí, bajo las farolas y los nubarrones, lejos del epicentro de mi vida que es Madrid: un rosario de discotecas y luces, de entusiasmos y frustraciones, de conversaciones de taxista y cigarros mal apagados, y algunos besos que no sé si di o ya no recuerdo, y algunas palabras que debí tragar pero escupí.

Nada sirve de nada. Sólo me quedaron claras algunas pocas verdades: que es más fácil fingir placer que felicidad, que nadie cambia a nadie, que el estado natural es el errático, que no hay más "yo" que el neurótico, que no hay más democracia que el domingo. Que a las tres de la mañana se derrumban todos los prejuicios, que no sé escribir sobre hombres sin hablar, en el fondo, de un solo hombre, que las cosas podrían ser de otra forma, pero al final sólo son de ésta. Sé también que cuando uno está creciendo no se encuentra cómodo en ninguna postura, en ninguna parte.

Avanza la tarde. Hay hielos derretidos en la mesa. Los feligreses siguen amontonándose alrededor de la ermita. Gemma Herrero aguarda a mi lado que termine de escribir esta columna -ya va por la tercera cerveza-, Brais Cedeira me llama desde el tren y yo le extraño en los túneles, Carolina Heredia viene hacia mi abrazo en un coche desde Ribeira, Manuel de Lorenzo pide Jameson y Rafa Cabeleira cuenta que en Galicia los desprecios se arreglan enviando cajas de vino: para hacer las paces. Esta plaza -ahora nadie recuerda su nombre, ni los seres locales- ya no puede ser más hermosa.

"¿Tú no pides deseos, niña?", me pregunta un caballero. Tal vez no, tal vez sólo uno: que siga sonando la puerta de mi casa y escuchar "has dicho 'nah, estoy bien', que en tu idioma significa que te gustaría que viniese inmediatamente, por eso estoy aquí".