La herencia de la niñez amasada en los colegios públicos andaluces es esta absurda melancolía por pasar el 28-F fuera de Andalucía, tristes como si fuéramos polizones gallegos en los puertos de Nueva York. Una nostalgia que nos inocularon inyectándonos las medias tostadas de aceite y azúcar y las partituras para flauta del hit de Blas Infante durante las horas lectivas.

Llegué a cantarlo en un coro delante de todo el recreo en una época sin redes sociales: qué habría dicho Javier Negre del ejército de niños cantores hundidos en el informe PISA que tonteaban con el nacionalismo. O Álvaro Ojeda, ese monstruo parío por el laboratorio identitario de la Junta, él no lo sabe, capaz de batir el récord de besos a banderas –andaluza y española– y, a la vez, criticar a los catalanes que hacen exactamente lo mismo. Habría conseguido hacer carrera en el Partido Andalucista, formación a la que le faltó creérselo para llegar con posibilidades a esta era de la histeria política.

Los adultos que regurgitan cada año la tierra o la libertad o escuchan voces interiores clamando por los andaluuuuces, gracias al chip que le instalaron de niños, son la Andalucía pasmada ante la lotería del nacimiento. Bajo la protección de Despeñaperros, floreció una apropiación un poco idiota de generalidades como el sol, la simpatía, las ganas de vivir, ¡las terrazas!, igual que de algunas costumbres que poseen la exclusiva cualidad de vivirse diferente aunque sean idénticas a las practicadas en otros puntos del país.

Ese vivirse diferente es la característica de la que nos hemos sentido más orgullosos los que fuimos jovencitos de naúticos sin barco, el punto de encuentro con otros chavales que sí eran conscientes de su condición de clase media a los que, por un tiempo, giramos la cara.

Por eso, la respuesta del andaluz a todos sus debates internos es siempre la misma: “Pero no es lo mismo, illo”. Y uno puede vivir tranquilo así, creyendo, efectivamente, no ser la versión reducida de las periferias a las que señalábamos identificando sediciosos, gente de malvivir capaz de beber, por ejemplo, calimocho, bárbaros que nos arrebatarían nuestras potenciales novias.

Ayer tenía Instagram repleto de corazones blanquiverdes zarandeados por andaluces orgullosísimos, por gente suspirando por tener que pasar el día, no sé, en Oviedo: una Diada digital. Si surgiera en Andalucía alguien de la especie de Pujol, o alguno de sus alumnos aventajados como Puigdemont, arrasaría, poniendo la primera piedra para el procesamiento a diez años vista de Juan y Medio en el Supremo como si fuera nuestro Cuixart, un plan del que cedo el diseño por si alguien quiere ponerlo en marcha aunque sólo sea por encarcelar a las fuerzas que viven en ese bigote.

El PSOE, en su búsqueda del andaluz perfecto, sólo consiguió convertir al andaluz en un meme. El producto era perfecto para exportarlo, con un poco de playas y tradiciones alucinantes. Puso las pautas para ser andaluz. La puertecilla del paraíso andalucista construido con la misma intención estética que se construyeron los rascacielos de Torremolinos. Apartaron a algunas provincias que jamás bailaron sevillanas ni colocaron farolillos para adornar sus días grandes. Eso es lo que representa la bandera y el himno, todo el lío del 28-F, tan forzado, pequeño y estrecho que ni siquiera cabe la historia y la cultura milenaria de Andalucía.