Se nos ha desparramado la subjetividad. Cada sujeto ha devenido un pequeño dictador. Todos nos reclamamos soberanos, independientes, jueces y parte. Eso sí, exigimos que en situaciones de conflicto, cuando nos encontremos en desventaja, se nos trate objetivamente, con neutralidad. Para eso tenemos derechos.

La imagen de la semana no será ya para mí la de la presentación del libro de Sánchez, ni la de la encerrona callejuna de jóvenes del Frente Obrero a Errejón, ni siquiera la de Simeone agarrándose sus partes para mostrar a la multitud lo grande que la tiene. La imagen de la semana no se ve. Es la del tipo que graba en la Meridiana de Barcelona a un motorista, desde que se baja de su vehículo hasta que se dirige al coche que acaba de detenerse delante de él para, de manera consecutiva, arrancarle el espejo retrovisor, agredir con él al conductor y propinarle una multitud de puñetazos en la cabeza antes de desandar su camino.

El tipo de la moto se creyó con autoridad para tomarse la justicia por su mano, al parecer por una maniobra imprudente. Igual que el cámara espontáneo se creyó libre para dejar que descalabraran ante sus ojos a una persona sin mover otro dedo que el de darle al REC.

La subjetividad es muy recomendable. Imprescindible para hacer literatura y para las relaciones personales y afectivas. Pero sin objetividad no hay autoridad ni progreso. Si cada uno es la medida de todas las cosas, como dijo el viejo Protágoras; si la verdad es una cuestión de perspectiva; si en este mundo nada hay verdad ni mentira porque -lo dicen los versos de Campoamor- todo es según el color del cristal con que se mira; si las cosas son sólo como nos parecen, la convivencia se torna conflictiva y problemática.

La sociedad avanza cuando se reconoce que un metro son cien centímetros y un kilo, mil gramos. Porque eso significa asumir que no todo es relativo, que hay normas que tienen validez más allá de particulares apreciaciones. De otra forma, se acaba justificando que Romeva le explique la Constitución a los jueces del Supremo.

La postmodernidad nos ha arrojado a la paradoja de un mundo globalizado compuesto por millones de tiranos intocables, de individuos que se creen libérrimos pero que son esclavos de la tecnología, de sus miedos, de la ignorancia, de prejuicios, de lo políticamente correcto... mientras triunfa la idea -clave de bóveda de cualquier populismo- de que el pueblo nunca se equivoca. En eso ha quedado ser demócrata.