Sin nombres propios, esta historia cambiaría radicalmente. No habría caso. El pobre hombre que se muere de leucemia mientras espera en prisión el juicio por, supuestamente, haberse enriquecido aprovechando su cargo en la Administración durante una parte de su trayectoria, habría descontado las últimas horas en casa, incluida la Navidad, y hasta ahí. La investigación habría seguido su curso. El periodismo habría recogido hace tiempo sus cosas.

Sin embargo, el síndrome Un buen tío lo ha descolocado todo. Después de nueve meses gestando el cadáver de un ex ministro, la jueza María Isabel Rodríguez Guerola ha ordenado dejarlo en libertad provisional este jueves. Hasta ahora, la magistrada siempre había resuelto la equis de la ecuación Zaplana + PP + Valencia de la misma forma: hay un culpable pudriéndose. Y ha despejado las peticiones de auxilio que llegaron a su despacho.

La lectura del auto publicado puede confundir las conclusiones. No sirve para entender el fondo jurídico de sus planteamientos. Al revés, Guerola sólo lo usa con la intención de culminar su estrategia perfectamente planificada, restregando por la cara de los familiares, amigos, compañeros y adversarios políticos los millones guardados -según su instrucción- en Suiza por Zaplana y que utilizaría, insiste, para ejecutar un discreto plan de huida con el botín, cargando en su fuga al lugar más remoto del planeta con el Hospital La Fe de Valencia, incluidos el equipo médico, los archivos y los quirófanos. 

A mí me da un poco de apuro hablar de esto abiertamente, por lo que le pido a cualquiera capaz de sobreponerse al bochorno que le diga a la jueza que esto no iba de declarar inocente a cualquiera, sino de atender las peticiones de un moribundo encarcelado sin sentencia. El dinero suizo lo tira como una propina al nutrido grupo que se apiadó del enfermo. “¿Veis? Vuestro amiguito era un corrupto”, parece insinuar.

Pero la titular del juzgado de Instrucción número 8 no está, qué vamos a hacerle, a la altura. Para ejecutar sin fisuras su táctica no puede quedar ni un cabo suelto y la jueza Guerola se ha olvidado de la sintaxis. Una pena, porque por ese butrón escapa el talento y queda a la vista el fondo macarrilla del asunto, el puñado de complejos de los que presume. El talento perdona la maldad pero tener esas aspiraciones rabiosas, fundir al otro porque sí, es intolerable sin brillantez.

Podría haber pasado a la historia y tras pescar en ese batiburrillo sus frases subordinadas o las arrogantes preguntas retóricas va a quedar como una mujer capaz de memorizar tochos sin ofrecer nada más al mundo. A mí me pasó igual en la carrera. Tuve que suspender muchas veces Derecho Procesal para darme cuenta.

Fue increíble seguir este proceso con el interés máximo que me permite mi condición de millennial, porque he visto cómo la magistrada ha esperado hasta el último momento, jugando con un cronómetro que no le corresponde, apurando los segundos de vida que no son suyos, para obtener la árida satisfacción de salirse con la suya en un asunto tan delicado como morirse. La enfermedad terminará por consumir a Zaplana más tarde o más temprano, pero la jueza María Isabel Rodríguez Guerola ya ha logrado marcar a fuego su nombre en la memoria que quede del político. Ese es su premio, dar el pase de gol al cáncer.