Casualmente, en mis últimas dos visitas a Barcelona, llevaba prendas color mostaza. Sí, ese que se parece peligrosamente al amarillo. Y digo peligrosamente, no porque yo tenga algún problema con él, sino porque, en ambas ocasiones, he recibido comentarios, tanto en mis redes sociales como en directo, aludiendo a las connotaciones políticas que, parece, tiene dicho color. Aclaro que todos los mensajes eran aplaudiendo mi atuendo.

Ojiplática me he quedado, porque no hay que conocerme mucho para saber que no soy de lazos, ni de escudos, ni de repartir mis opiniones, sobre todo si nadie me las pide. Pero es que así son los los radicalismos: ciegos perdidos. Hay quienes ven signos ocultos en cualquier gesto. Tiene su explicación, tan ridícula como lógica: uno ve lo que quiere ver, sin plantearse que existen otras opciones. Esa misma bufanda mostaza y ese abrigo mostaza los he llevado a lo largo y ancho de la geografía española. Resulta que fuera de Cataluña es simplemente un color que queda divino con los labios rojos, pero por arte de magia, cuando el AVE deja atrás Aragón, llevo una bandera en la frente.

Pues mira, NO.

Aunque no soy yo muy de dar explicaciones, la semana pasada, ante dichos mensajes de aplauso, me animé a contestar: "es un color, nada más. No le busquéis tres patas al gato". Yo no me abandero, ni sobre esto, ni sobre casi nada. Y hay quien confunde la ausencia de enarbolamiento con la falta de opinión. Opino, sí: no me gustan las fronteras y, aunque me gustaran, no lo escribiría en una camiseta. No me gusta que las banderas del lugar en el que he nacido intenten dividirme en lugar de multiplicarme. No disfruto con el encarcelamiento de nadie que no sea un peligro andante. No me gustan las manifestaciones violentas. Me parece fatal que unos pocos conviertan en marionetas a unos muchos. Me jode soberanamente que insulten a mi inteligencia y que quieran convencerme de que he vivido oprimida durante treinta años. Respeto a quien me respeta, sea de donde sea, vote a quien vote, lleve amarillo o fucsia fosforescente.

Al día siguiente de mi última visita a Barcelona, Serrat dejó en su sitio a uno de esos que, aparte de egocéntrico e intolerante, ha de ser ignorante hasta decir basta, y maleducado, ni os cuento. El cantante lo llamó despistado, yo diría que es un absoluto desubicado. Ese señor no sabía dónde estaba ni a quién estaba escuchando. Ese señor tan desagradable me da mucha pena porque su ceguera y su sordera no le permiten apreciar al glorioso Serrat ni, probablemente, ninguna maravilla de las que le ofrece el mundo más allá de su estrechez mental. A ese señor, Mediterráneo no le pondrá los vellos de punta porque no está traducido.

Qué pena me da este señor, la de cosas que se está perdiendo, la de colores que no disfrutará porque se quedan fuera de su estrecho círculo cromático. Tan estrecho es este señor como aquella chica que, en una noche de marcha por Chueca, me gritó que "¡Aquí se habla español!", mientras yo lo hacía en catalán con un chaval que acababa de conocer. O como aquel otro que arrancó el coche en el que yo estaba cuando intentaba explicarles a unos chavales de Vic cómo llegar hasta la Castellana.

Me vais a disculpar, pero en Madrid, en Barcelona y en Sebastopol, yo hablo en el idioma que me dé la gana si mis contertulios lo comprenden. Lo normal, vamos. Y me pregunto qué habría pasado si, en lugar de hacerlo en catalán, hubiera usado el inglés con unos de Manchester, y si el desubicado señor del concierto de Serrat, les gritaría lo mismo a los de U2.

A lo que iba: gente pesada, gente intolerante y gente maravillosa la hay en cualquier parte, vestida de muchos colores, hablando cualquier idioma. Feliz Año a todos.